Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 17 de marzo de 2017
Escribo este artículo en vísperas
de las fiestas fundacionales de La Magdalena en Castellón, que como en todos
los sitios van a poner patas arriba la ciudad con el sabor de la fiesta, el
olor a pólvora y las ganas de pasarlo bien, por el sentir que muchas personas
tiene hacia sus fiestas, y por la
necesidad de romper con la rutina y las preocupaciones de la vida diaria. Así
que, bienvenidos sean propios y extraños a estas fiestas que van a asegurar una
semana de goce y diversión.
Las
fiestas de La Magdalena, a pesar de que llevo ya un cuarto de siglo viviendo en
estas tierras, nunca las he sentido como propias, como una manifestación de mi
identidad cultural primaria, esa que se absorbe en la infancia y dura ya para
siempre. Decía Rainer María Rilke, que la verdadera patria es la infancia, y
creo que es una de las frases más acertadas que se han dicho a lo largo de la
historia. No hay más que ver a quienes han nacido en Castellón y llevan en su
ADN cultural la esencia de las fiestas, como disfrutan con una emoción que les
sale desde lo más profundo de sus sentimientos, frente a los “arrimaos de fuera”
que sin dejar de pasarlo bien y divertirse como el que más, nos falta ese cordón
umbilical que nos una a la más profundo de la tierra, esa que se mama en la
infancia. Aunque también acabamos contagiados por ese espíritu lúdico y
colectivo que embarga a la ciudad durante la semana festiva. Quizá, porque en
el fondo, uno acaba amando lo que vive y donde vive; la patria también es el
lugar que te acoge y en el que eres feliz.
Todavía
recuerdo mi primera Magdalena, cuando el Mesón del Vino estaba ubicado en la
avenida del Rey don Jaime y bebíamos caldos peleones (aún no había llegado al
país ni a Castellón el culto que hoy se profesa al licor de Baco, ni se había
producido la gran revolución enológica que ha conseguido que cualquier vino se
pueda beber con un mínimo de dignidad). Aquel primer año, La Magdalena fue para
mí un impacto emocional, claro que era veinticinco años más joven y el cuerpo y
la mente estaban perfectamente engrasados para la diversión y la desmedida.
Entonces, la fiesta era un hervidero de gente en las calles a cualquier hora
del día: familias, jóvenes, adultos, niños, abuelos, gente de posibles y gente
de imposibles para llegar a fin de mes…
todo un universo de personas que sólo tenían como objetivo pasar en la
calle, con sus desfiles, gaiatas, músicos callejeros subidos a un escenario, puestos de comida y
mercadillos, el tiempo que el resto del año estaban desaparecidos de la ciudad.
Esa fue la sensación que tuve y la pregunta ¿De dónde sale tanta gente, que el
resto del año no se ve? Porque entonces, La Magdalena era una fiesta local y no
venía mucho foráneo. Una fiesta viva y muy popular que, además, para asombro de
forasteros no tiene su fundamento en un santo patrón, como en la mayoría de
pueblos y ciudades que pueblan la geografía española.
Pero
no quiero que piensen que me he quedado instalado en la nostalgia de aquellas
primeras fiestas que viví; nada más lejos. La Magdalena es una fiesta que ha
ido evolucionando con los tiempos, activa, que ha sabido incorporar los nuevos
gustos de la sociedad de hoy, quizá porque está muy unida a la gente, es parte
de ella, y según esta cambia, evoluciona. Es cierto que ha pasado unos años que
no ha podido substraerse a la corrupción, presunta o no, generalizada que ha
sacudido el país, pero ese juicio no me corresponde a mí hacerlo, doctores
tiene la Iglesia para hablar de teología. Pero dicen, con perdón por la
expresión, que la mierda que no mata engorda; y eso es lo que le está pasando a
la Magdalena, que va creciendo año a año en voluntad de pasarlo bien y de
hacerlo cada vez mejor.
Nos
veremos en la romería que más me gusta de este país, pues no vamos a recibir la
bendición de ningún santo, con todos mis respetos a los santos y quienes creen
en ellos, sino a reencontrarnos con el origen de lo que somos en la actualidad,
nacidos y venidos de fuera. El punto desde el que partió hace casi ocho siglos
la ciudad que hoy es Castellón. Que
pasen ustedes buenas fiestas, sin sentimiento de culpa por los excesos que van
a hacer.
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