Publicado en Levante de Castellón el 8 de Abril de 2016
En los últimos meses hemos sabido
que la Seguridad Social y Hacienda están persiguiendo a los escritores y
creadores que compatibilizan su pensión con ingresos provenientes de derechos
de autor por sus obras y otras actividades relacionadas con su actividad
creadora. Un país que es capaz de colocar a los creadores ante la tesitura de
seguir cobrando la pensión o renunciar a esta para percibir derechos de autor,
es de una catetez (perdón por la palabra) propia de la incultura que parecen
mostrar algunos dirigentes, o bien, lo que pretende es callar la voz de quienes
con sus obras cuestionan el poder mediante la transmisión de ideas, dando
instrumentos a la población para que sean más cultos, y por tanto, más críticos
y reflexivos.
No
quiero ni pensar cuántas obras literarias se habrían dejado de escribir si esta
absurda medida hubiera estado vigente en España en las últimas décadas, pues
como el escritor también come y tener que renunciar a la pensión que le da de
comer, cuando llega el momento, por la
volatilidad, y en la mayoría de los casos, los exiguos ingresos derivados de su
actividad creadora, que no le aseguran una vejez digna, al final, dejará de
crear, con lo que el país, para satisfacción de muchos, ensanchará el prado de
pastar burros. Porque la literatura ha sido, es y será una fuente única de
transmisión de ideas y conocimientos. En cada libro, el pensamiento fluye como
una máquina de tren por los raíles de sus líneas, creando en el lector la
sensación de ser más sabio y más libre. El conocimiento del mundo se manifiesta
en todo su esplendor, ya sea mediante los ensayos que tanta sapiencia nos
trasmiten; o a través de las historias que los novelistas nos cuentan, llevándonos
a lugares quiméricos o inverosímiles para la mayoría, junto a personajes que
acaban siendo uno más de la familia. Está en la emoción que nos regalan los
poetas, arquitectos mágicos de palabras, en versos que inundan de belleza
nuestros sentimientos, o hacen que nos rebelemos contra la injusticia
trasmitida por la palabra exacta, en el lugar preciso; y en la fuerza del
teatro, nacido de la palabra sobre el papel, para ser declamada, en historias
que nos conmueven o nos irritan. Todo está en los libros, y seguirá estando en
un futuro. ¿Por qué, entonces, se trata de impedir que se siga creando en la
etapa de la vida donde el escritor ha llegado cargado de experiencia y de
sabiduría? Con esto no quiero decir que los más jóvenes no están haciendo obras
maravillosas, sino que hay un punto de discernimiento que sólo se puede
alcanzar cuando se llega a cierta edad. Miguel de Cervantes, publica la primera
parte de El Quijote con cincuenta y ocho años y la segunda con sesenta y ocho.
Cuando José Saramago publica “Ensayo sobre la ceguera”, tiene setenta y dos
años, y todavía le quedaban unas cuantas obras de una lucidez y calidad
literaria única que regalarnos. Jose Manuel Caballero Bonald recibe con 80 años
el Premio Nacional de Poesía, por su libro “Manual de infractores”. Podríamos
seguir admirando obras de escritores que han creado sus mejores textos en la
vejez, pero con estos tres ejemplos puede valer.
No
nos engañemos, la inmensa mayoría de escritores no viven de lo que escriben.
Eso sólo queda al alcance de unos pocos a quienes la fortuna y en algunos casos
la calidad literaria han sonreído. Pero incluso estos, cuando se jubilen, por
obra y gracia de gobernantes insensibles a la cultura, tendrán que renunciar a
la pensión pagada de su bolsillo durante años, para poder seguir publicando.
Pero el resto, que han compaginado el oficio de escribir con una profesión
ajena a este arte, que les ha proporcionado unos ingresos para vivir, ahora no
tienen escapatoria. Imagínense el temor de estar escribiendo algo que tenga el
suficiente éxito como para generar unos derechos de autor que le invaliden a
uno la pensión. O no escribes, o lo guardas en el cajón, o te lanzas de cabeza
a la economía sumergida, con algún subterfugio que te permita cobrar algo de lo
que tu obra ha generado. Esto me recuerda aquella película dirigida por Martin
Ritt, en la que hacía de protagonista Woody Allen, titulada “The Front” (“La
Tapadera” en España), en la que un grupo de guionistas perseguidos por el
Macarthismo, cuando el senador Joseph McCarthy metió a Estados Unidos en una
cruzada anticomunista, tan absurda como ridícula, para seguir escribiendo se
buscaron testaferros que firmaban sus obras por ellos, para eludir la censura y
la cárcel. No quiero dar ideas, no vaya a ser que me acusen de deslealtad a
Hacienda y la Seguridad Social.
Lo
cierto, es que más allá de las nefastas consecuencias que puede tener esta
medida para la cultura, hay que decir que no es ajena a la estupidez; una más a
las que nos tienen acostumbrados nuestros gobernantes, actuales y anteriores. A
veces pienso que era más eficaz e inteligente la gestión de la cosa pública en
época de Felipe II que en la actualidad, por lo menos, no demostraban tanta
incompetencia a la hora de dirigir el país. Si no, dígname ustedes, qué pasa
por la cabeza de estos ministrables de ahora, para negar la posibilidad de
aumentar los ingresos del Estado. Si un pensionista desarrolla una actividad
creativa o simplemente desarrolla una actividad como autónomo, ¿No ingresará
dinero a las arcas del Estado si cotiza a la Seguridad Social y a Hacienda por
ello? ¿Qué Ley absurda hecha por los
hombres y las mujeres no puede cambiarse? Llegados al punto de tener una Ley
ridícula, que roza el esperpento, ¿Por qué no se cambia ya? Todos ganarían: El
Estado recaudaría más, los escritores, creadores y autónomos, podrían aumentar
sus ingresos, vivir mejor, y por tanto consumir más; y la sociedad, en su
conjunto, se beneficiaría culturalmente y económicamente.
Sin
embargo, parece que aquí hay que hacer todo al revés, porque si no dejaríamos
de ser diferentes. Prefieren bajar las pensiones a los jubilados, antes que
aumentar los ingresos, por vías seguras y fáciles. Al igual que cuando un
trabajador mayor de 55 años pierde su trabajo por consecuencia de un ERE en su
empresa, la Seguridad Social le impide volver a trabajar, y por tanto cotizar,
porque si lo hace pierde el derecho a jubilarse anticipadamente a los 61 años.
¿No será mejor que trabaje lo que quiera o pueda, cotice y, si quiere, a los 61
años se jubile?
Al
final, Cervantes, siempre tiene razón: “Sobre el cimiento de la necedad, no
asienta ningún discreto oficio”.
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