Publicado en Levante de Castellón el 15 de abril de 2016
Cuando uno vuelve la vista atrás
en nuestra historia, podemos colegir que en los últimos quinientos años la
relación del poder con el pueblo sustancialmente no ha cambiado. Fijemos la
fecha del reinado de los Reyes Católicos, como el primer paso en la
construcción de los territorios españoles en un Estado nacional, tal como
sostienen algunos historiadores, aunque no es hasta los Decretos de Nueva
Planta de 1707-15 de Felipe V, en los que se anulan los fueros de la corona de
Aragón, configurando una monarquía centralista a la imagen y semejanza de las
leyes de Castilla, cuando el Estado adquiera una unidad en todos los sentidos
que lo define como nación española. Sin embargo, a pesar de los cambios habidos
en la estructura política del Estado, desde los Reyes Católicos los grupos de
poder en España no han variado sustancialmente y por tanto su actitud hacia las
nuevas ideas ha sido a lo largo de los siglos de una elevada beligerancia.
Ya
Isabel y Fernando, tanto monta, monta tanto, consolidaron su poder monárquico
frente a la nobleza civil y religiosa, comprando el silencio de esta mediante
la extensión de los privilegios feudales que disfrutaban y otorgándoles nuevos
derechos económicos, lo que cerró la puerta, sobre todo en Castilla, a una
transferencia del poder que hasta entonces sustentaba nobles y eclesiásticos,
hacia las nuevas clases sociales de carácter urbano y burgués que estaban
emergiendo, frenando en seco el ascenso de los
nuevos grupos sociales y económicos que, de una manera muy sucinta y
precipitada, podemos decir desembocaron en las revoluciones fallidas de las
Germanías y Comuneros, habidas en tiempos de Carlos I.
A
partir de ahí, y la dura represión posterior que las élites de la monarquía ejercieron
contra los disidentes, el establishment de poder se consolida, construyendo la
identidad del Estado monárquico absoluto
en torno a la figura del rey, la limpieza de sangre, el control
religioso (en este caso a través de la Inquisición, autentica policía política
devenida en Tribunal de Orden Público, que ejerció con mucha dureza represiva
cualquier manifestación que se saliera
los límites establecidos por el poder del reino) y la preservación de los
privilegios de la nobleza, a costa del empobrecimiento del pueblo.
Sin
embargo, nada más lejos de pensar que la sociedad era un bloque monolítico de pensamiento,
ni en el siglo XVI, ni en los siglos posteriores. Más bien, el debate, a pesar
de la censura (muchos libros se tuvieron que publicar fuera de España), los
encarcelamientos, los destierros, la tortura y en algunos casos la ejecución de
disidentes, ha estado siempre muy vivo. Lo que nos permite ver, que si el
discurso opositor ha ido cambiando con los siglos y las circunstancias que se
vivían en cada momento, el discurso oficial
no ha variado sustancialmente, cuando de lo que se trataba eras de
desprestigiar a los disidentes y sostener los privilegios de la clase domínate.
Veamos un ejemplo:
En
el siglo XVI se produce un intenso debate entre la intelectualidad sobre las
ideas que Maquiavelo expone en su libro “El Príncipe”, a cerca de la razón de
Estado como un principio secularizado al margen de la providencia divina con la
que el gobierno monárquico dice estar ungido. La disputa se hace a través de
escritos y libros a favor y en contra de las tesis de Maquiavelo. No es una
discusión menor pues en la raíz se esconde la secularización del Estado y, por
tanto, el cuestionamiento del orden nobiliario y monárquico como una voluntad
de Dios. Lo que abriría la puerta a la entrada en el poder de los nuevos grupos
emergentes sociales y económicos. Por ello la monarquía y toda la clase
dominante que la rodea despliega sus armas contra los maquiavelistas, sobre
todo después de que al Papa Paulo IV, decretara la inclusión del libro de
Maquiavelo en el Índice de Libros Prohibidos. Lo que llama la atención es el argumentario
que se utiliza de desprestigio de las ideas maquiavelistas, que, salvando las
distancias, recuerda mucho a los que hoy se usan para desprestigiar las ideas
de cambio que atentan directamente contra el estatus del poder actual. Así,
Pedro Ryvadeneira, jesuita y refutado intelectual de la época, en su libro:
“Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe Cristiano para
gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los
políticos de ese tiempo enseñan” (Madrid, 1595), dice que no hay una, sino dos razones de Estado: “una falsa y aparente, otra sólida y
verdadera; una engañosa y diabólica, otra cierta y divina; una, que de Estado
hace religión, otra que de religión hace Estado; una enseñada de los políticos
y fundada en vana prudencia y en humanos y ruines medios, otra enseñada de
Dios, que estaba en el mismo Dios y en los medios que Él, con su paternal
providencia, descubre a los príncipes y les da fuerza para usar bien dellos,
como Señor de todos los Estados”· ¿Qué diferencia conceptual hay entre este
texto y el siguiente, publicado en el País, con la firma de Francesc de
Carreras, el 9 de abril de 2015?: “El
Estado democrático, además es liberal, es decir, su objetivo sólo es asegurar
la igual autonomía de los individuos; el Estado populista tiende a ser
totalitario, es decir, sabe de antemano aquello que conviene a estos individuos
y utiliza su poder para tomar las decisiones sin necesidad de utilizar
procedimientos para consultarlos. No se trata, pues, de dos formas de gobierno
distintas, sino de dos formas de Estado diferentes: la una democrática y la
otra no”.
Cambiemos
Dios por democracia liberal y Maquiavelo por populismo (todo el mundo sabe a
quiénes señala la clase dominante como populistas) y nos habremos ahorrado más
de cuatrocientos años de discusión política, porque el discurso del poder sigue
utilizando los mismos recursos: el miedo, el inmovilismo, el desprestigio y la
satanización. Hoy, para el poder o se es liberal o se es populista totalitario,
además de comunista, terrorista, come niños, cortabolsas, etc. Todo vale,
cuando se trata de desprestigiar al enemigo de clase o de estamento, que uno ya
no sabe muy bien donde se encuentra.
Poco
hemos avanzado entonces en la relación del poder con el pueblo, y aunque
existen muchas diferencias entre hoy y los siglos pasados, la democracia que
tenemos en España no ha servido para cambiar la estructura del poder, que se ha
ido retroalimentando así mismo a lo largo de nuestra historia, adaptándose a
los tiempos, para que nada pusiera en peligro sus privilegios, y llegar indemne
al siglo XXI, fagocitando a todos aquellos que no han cuestionado un cambio
radical en esa estructura y eliminando a quienes lo han pretendido. Por eso, no
tuvieron empacho de liquidar la II República, cuando esta, democrática y
popular, se reveló como gobierno que pretendía una transformación radical del
país, incluidas sus élites civiles y religiosas. Por las mismas razones que
ahora, al igual que en los siglos pasados, utilizan todas sus armas:
mediáticas, policiales, jurídicas, legislativas, económicas, etc., para liquidar los movimientos emergentes que
cuestionan sus privilegios.
Como
bien decía don Quijote: “Nunca el consejo
del pobre, por bueno que sea, es admitido”.
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