Publicado en Levante de Castellón el 22 de abril de 2016
Hace ocho días se conmemoró el 85
Aniversario de la proclamación de la II República. Esta fue un hito en la
historia política de España, que se recibió con entusiasmo por la mayoría de la
población, porque despertaba en muchos españoles un sentimiento patriótico
fundamentado en los valores republicanos imperecederos de: libertad, igualdad y
fraternidad. “Las ventanas exteriores del
Ministerio (de la Gobernación)
estaban cerradas, pero los aullidos de la muchedumbre, que llenaba literalmente
la Puerta del Sol y las calles adyacentes llegaban hasta el despacho del
ministerio. El espectáculo era literalmente impresionante y, como en Madrid se
cena tan tarde, duró mucho. Los estallidos del espectáculo de masas fueron variados y apasionados”. Así
relata Josep Pla, en su libro “Madrid. El advenimiento de la República”, cómo
se vivió la tarde del 14 de abril de 1931, la proclamación de la República. El
mismo entusiasmo se sucedió en la mayoría de las ciudades y pueblos de España.
En Castellón, el historiador Vicent Grau cuenta que a las 15,35 horas de la
tarde del día 14 de abril de 1931, Miguel Peña, presidente de Acción
Republicana, iza la bandera tricolor en el balcón principal del Ayuntamiento de
Castellón. Era el colofón de una fiesta popular, del triunfo del pueblo.
Porque la
República acababa con varios siglos de gobiernos oligárquicos, que sólo habían
ensanchado la brecha social que desde tiempos inmemorables existía en España.
Suponía introducir la democracia en un sistema viciado de caciquismo y turnismo
en el poder, que se instauró por las oligarquías que implantaron la
Restauración, y que tuvo, como colofón, la Dictadura de Primo de Rivera, cuando
esas mismas oligarquías vieron cómo su poder y, por tanto, sus privilegios, se
sentían amenazados. Pero no sólo se abría la puerta, tanto tiempo cerrada,
hacia una mayor civilidad política, también representaba el sueño de una vida
mejor, con un reparto de la riqueza más equitativo. Fueron muchas las
esperanzas que la sociedad española depositó en la República, por ello concitó
un entusiasmo popular masivo, que se celebró por todos los confines del país.
Pero lo que para muchos era
reparar una injusticia histórica, para otros fue un ajuste de cuentas, un alzar
de navajas plateadas al cielo, como había escrito Lorca en su libro Poeta en
Nueva York: “Y los puñales
diminutos,/¡qué luna sin establos, qué desnudos,/piel eterna y rubor, andan
buscando”, como una premonición de la muerte que estaba por venir. Puñales que
rasgaron el aire fresco de esperanza que trajo la República, para bajar
ensangrentados, acompañados de palabras huecas que sólo conducían al odio y la
muerte. Puñales que junto a los que se convirtieron en defensores de la patria
eterna, la que tiene que engullir a sus hijos, como vulgar Saturno, para
subsistir, acabaron con el sueño de un país nuevo, libre, tolerante y democrático,
que había producido la exaltación de Antonio Machado: “Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los
almendros, la primavera traía a nuestra República de la mano”, como escribe
en “Recuerdos. El 14 de abril de 1931 en Segovia”, rememorando la emoción que
sintió la izar la bandera republicana en el Ayuntamiento de Segovia, seis años
después, cuando la oscuridad del odio se había extendido por España, y la
guerra, las varias guerras que se libraran sobre el sueño de muchos en un país
civilizado, habían llenado todo de oscuridad, de fealdad y de muerte. “Tierra que sólo brindas paciencia y superficie,/tierra
para morir,/deshabitada y loca./¡Oh, trágico destino de España, madre España!,
escribe Luis Rosales en 1936, en “Poemas de la muerte contigua”, llorando la
muerte de su amigo Federico García Lorca.
Esta año,
también, se conmemora el estallido de la Guerra Civil, de ese golpe de estado
cruel y sangriento que condujo a los españoles a una guerra fratricida, a la sublimación
de los odios sembrados por los enemigos de la libertad, por la intransigencia
de las ideas, por el totalitarismo despiadado que se retroalimentaba, para
supervivir, en la eliminación del otro, el señalado con el dedo como enemigo
político. Se cumplen 85 años del mayor drama que ha vivido la sociedad española
en los últimos siglos. “Y una mañana todo
estaba ardiendo,/y una mañana las hogueras/salían de la tierra/devorando
seres,/y desde entonces fuego,/y desde entonces sangre”. Escribe Pablo
Neruda, ante la desolación y la indignación que le provoca ver la guerra
instalada en el corazón de muchos españoles.
La Guerra
Civil del 36 es la manifestación más palmaria de la incapacidad de concordia y
tolerancia que se instaló en la sociedad española de la época, azuzada por los radicalismos ideológicos que
acabaron asolando Europa unos años después. Fue el colofón de un fracaso de convivencia
que la República no supo resolver tendiendo puentes entre las diferentes
ideologías democráticas de le época, lo que supuso la alineación de estas con
los radicalismos totalitarios que sólo pregonaban la destrucción del otro, para
imponerse ellos.
Fueron muchos
los errores que cometieron las autoridades republicanas al no enfrentarse con
la legitimidad democrática a aquellos que acabaron convirtiendo la Republica en
un ajuste de cuentas. Porque una democracia tiene que ser capaz de aislar a sus
enemigos, sean del bando que sean, y tender puentes para el entendimiento entre
todos los grupos que forman la sociedad. Si no hay cultura de pacto, no hay
democracia. Si hay demasiada testosterona política, el poder se convierte en un
arma arrojadiza contra los disidentes y/o adversarios, convirtiéndose en un
instrumento de exclusión y desigualdad. Una democracia no es sólo gobernar, es
también establecer controles del poder, ejercer la oposición con firmeza al
gobierno de turno, porque no todos pueden gobernar. Pero también es distribuir
la riqueza, para que nadie se sienta en inferioridad de condiciones;
desarrollar la igualdad de oportunidades, para que nadie se sienta discriminado; y
preservar la libertad como un valor irrenunciable, capaz de garantizar la
calidad democrática.
Entre 1931 y
1936, España pasó de la luz a la oscuridad; de la vida a la muerte. La
República no supo resolver sus conflictos, en los márgenes de la democracia, y
eso debe ser una lección histórica, que debería enseñarse en todas las
escuelas.
“Decidles que os engendraron/ y libres nacisteis,/y que vuestras madres
tristes,/también libres os criaron”. Miguel de Cervantes, “El Cerco de
Numancia” 1585.
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