Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 11 de Diciembre de 2015
Nunca llueve a
gusto de todos. Si aplicáramos el Principio de Arquímides al excitado panorama
político preelectoral que vivimos en España, podríamos decir que la cantidad de
votos que puedan conseguir los nuevos Partidos, ejercerá una fuerza vertical
hacia arriba en los votos de los Partido tradicionales, con desbordamiento de votos
proporcional al espacio que ocupen los nuevos. Entendiendo Partidos
tradicionales, como los que se han repartido el poder político en los últimos
treinta años, dicho esto sin acritud, ni malas intenciones. Simplemente que si
la tarta del Congreso tiene 350 porciones, ahora los de siempre ya no se podrán atiborrar, y esto, aunque parezca
que no es un problema, puede hacer morir de inanición a muchos que han hecho de
la política su modus vivendi modus subsistendi. Y aunque posiblemente, si leyes
que delimiten el aposentamiento en cargos públicos no lo remedian, dentro de
unos años volverá a suceder lo mismo, pues como dice el refranero popular: “La
jodienda no tiene enmienda” y al calor del poder, aunque sea a tres cuartas de
la chimenea, se está muy calentito. Pero ahora un aire fresco de renovación
llega a la política española, que falta hacía, y durante este tiempo se pueden
hacer muchos de los cambios que la
sociedad necesita, entre otros sacudirse la caspa de una panorama político que
ya olía ha cerrado. Por tanto, bienvenidos sean los nuevos Partidos.
En
los años setenta del siglo pasado, la sociedad española ya había interiorizado
la necesidad de un cambio hacia nuevas formas de convivencia política, que
pasaban, ineludiblemente, por la vuelta a la democracia (digo vuelta porque, a
pesar de que muchos se empeñaron en hacérnoslo creer, la democracia en España
no era una cosa nueva, la tuvimos y muy avanzada en la República y en los años
anteriores a la dictadura de Primo de Rivera. Lo que pasa es que cuarenta años
de franquismo provocaron muchas amnesias). Fueron muchas las causas, y no la
menor, el cambio generacional que se había empezado a producir en España desde
los años sesenta (aunque aquí había también había muchos jóvenes con caspa, al
igual que ahora), que empujaba para cambiar el status quo del poder, aunque en
aquella época hubo que esperar a que se muriera Franco para que La Transición
pusiera este país patas arriba hacia un nuevo modelo de sociedad.
El
siglo XXI, cuarenta años después de aquellos intensos y apasionados años, ha
vuelto a traer otro cambio generacional, en una sociedad, además, muy
cambiante, que tiene sus propias claves de comportamiento público y privado,
con unas maneras de relacionarse y comunicarse impensables hace no muchos años.
Una sociedad, por qué no reconocerlo, que a los que ya hemos cumplido el medio
siglo se nos queda un poco grande, lo que no significa que reneguemos de ella.
Y como es de naturaleza, los cambios están afectando de lleno a la política y a
quienes la han gestionado en las últimas décadas.
Desde
los primeros años del siglo, mucho hemos hablado de la necesidad de un cambio
político en la izquierda que trajera aire fresco al país. Y lo hacíamos en los
sitios donde los españoles, para bien y para mal, discutimos y reflexionamos
sobre las cosas más trascendentales: en los bares. Cuántas cañas y raciones de
bravas habrán sigo testigos mudos de los anhelos de cambio sociopolítico que se
discutía como una necesidad, para poner el país en la senda de una democracia
más evolucionada y participativa acorde al siglo XXI. Hasta que un 15 de mayo
de 2011, con el país despeñándose por el precipicio de la crisis, no sólo económica,
también política, con una izquierda incapaz de plantear soluciones progresistas
al delicado momento que estábamos
viviendo, y otra ensimismada en su revolución pendiente, la juventud, que
todavía pensaba que en este país tenía futuro, se movilizó, iniciando un
proceso de cambio de dimensiones inimaginables en ese momento, que ha desembocado
en la situación política actual, tan del poco gusto de los Partidos
tradicionales.
No
podemos negar que es con la irrupción del 15-M, cuando la sociedad española se
sienta en el diván, y empieza a mirarse al espejo y lo que ve no le gusta. Mientras,
las plazas se llenan y la gente empieza a entonar el grito de “Si se puede”,
como un cántico de esperanza, de creer que las cosas se pueden cambiar si hay
ganas, y la utopía se rescata del cubo de la basura de una clase política plana
e instalada en su autocomplacencia. Mientras todo esto sucede, la máquina de
establishment, lo que después se llamaría la casta, empieza a funcionar con las
armas que mejor sabe usar: el desprestigio y la descalificación. El
desprestigio: jóvenes antisistema, radicales y utópicos. La descalificación: el
15-M es una ensalada de grupos incapaces de ponerse de acuerdo; no tienen un
proyecto electoral que pueda cambiar las cosas en las urnas; son cobardes
porque no se enfrentan a unas elecciones. Después, cuando la derecha ya gobierna,
se da una vuelta de tuerca, y se pasa a impedir las protestas del 15-M y las
que están surgiendo a raíz de los recortes y las políticas de desigualdad.
Llega la Ley Mordaza.
Lo
que no se esperaban quienes auguraban que el 15-M pereciera ahogado en sus
propias contradicciones y falta de propuestas políticas, es que se acabara
articulando un Partido que recogiera su espíritu y muchas de sus propuestas,
con claras intenciones de presentarse a las elecciones, con un programa de
cambio que muchos han calificado de utópico (como si la utopía fuese un delirio)
o de populista (los mismos que ahora incorporan en sus programas y
declaraciones propuestas parecidas). Un Partido, que a pesar de que la máquina
de trituradora de políticos e ideas sigue echando humo, se posiciona como una
alternativa más en el panorama político español. La alternativa que se empezó a
gestar el 15-M, que ahora, contra vientos y galernas, ha conseguido llegar al
20-D.
Además,
a ese Partido hay que reconocerle ser quien ha revolucionado el panorama
político, acabando con la alternancia de poder, al igual que se dio en los
tiempos de Sagasta y Cánovas, que con sus respectivos Partidos conservador y
liberal, coparon durante toda la Restauración el poder político en España, provocando
la ruptura del bipartidismo, que tan mal representa a una parte considerable
del electorado, y el fin del voto útil. Gracias a ese Partido, del que no voy a
decir el nombre, la izquierda y al derecha se han hecho más plurales, activando
un reajuste en el electorado y en la manera de hacer e interpretar la política.
Con
la conversión política del 15-M en opción electoral, ahora sí que podemos decir
claramente que La Transición a muerto. Y como dice su líder: Gracias 1978, hola
2016.
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