Publicado en Levante de Castellón el 6 de Noviembre de 2015
El drama que están viviendo los refugiados
sirios y en general todos los que vienen huyendo de las guerras y el mal vivir
en sus países, nos debería hacer reflexionar sobre cuál es nuestro
comportamiento ante sucesos que nos colocan frente al espejo de lo que
verdaderamente somos y no queremos reconocer, porque nos avergüenza o
simplemente porque no es políticamente correcto.
Nos
comportamos como veletas que mueven a su antojo los medios de comunicación, en
función de unos intereses empresariales, nunca periodísticos, que poco tienen
que ver con la solidaridad como fundamento para absorber la desgracia humana y
poner todo nuestro interés en paliarla. Así, vemos como lo que debería ser un
principio esencial de todas las personas que pueblan la tierra, como es el derecho a una vida digna y con
seguridad, se convierte en un espectáculo televisivo al que se apuntan todos
los políticos con una catarata de buenas intenciones, que no van más allá de
rimbombantes declaraciones y reuniones urgentes para dejar las cosas como
están, si me apuran peor, por la mirada cortoplacista de la clase política
europea, que no ve más allá de la fecha de las próximas elecciones, mostrándose
incapaz de planificar los problemas con una visión de estado que atienda con a
amplitud temporal y política los problemas.
Porque,
a pesar que algunos lo niegan, la avalancha de refugiados políticos hacia el
centro de Europa y de inmigrantes económicos por el sur, es un grave problema
que la sociedad europea debe solucionar. Aunque para ello los dirigentes tengan
que tomar medidas alejadas del populismo al que nos tienen acostumbrados de
gobernar con la vista puesta en las encuestas. Aunque esto, con la clase
dirigente actual es como pedirle peras al olmo.
Desde
tiempos que la memoria no alcanza, las
migraciones han sido el pan nuestro de
cada día en el mundo. Toda la cultura europea se ha construido con base en
esto. Desde las prehistóricas migraciones que llegaron del centro de África o
trajeron la agricultura desde los valle del Éufrates y el Tigris, pasando por
las migraciones indoeuropeas de las que surgieron la mayoría de los idiomas que
hoy se hablan en el continente. Amén de las invasiones musulmanas por el sur y
las turcas por el este y los movimientos internos que llevaron latinos al
centro de Europa, desplazaron germanos al sur, y extendieron a los celtas como
una mancha de aceite por todo el centro y el sur del continente. Las
migraciones son el ADN de los europeos que, muy a pesar de los defensores de la
raza pura (una entelequia insostenible científicamente, que tiene más que ver
con los deseos de dominación de unos pueblos sobre otros, mejor dicho de las
élites de unos pueblos para en engrandecer su gloria y sus patrimonio), están
grabadas por el fuego de la historia en el mapa genético de todos nosotros. Lo
que no ha sido óbice para que no aceptemos el intercambio de culturas de buena
gana. Nunca ha sido así, no habiendo migración en la historia que haya estado
exenta de tensiones, violencia y xenofobia.
También
los europeos nos hemos desplazado por el mundo en diferentes etapas de nuestra
historia, unas veces como colonizadores y otras como meros emigrantes que hemos
tenido que partir hacia otras latitudes en busca de una vida mejor o huyendo de la barbarie de la guerra. Todavía
están presentes en nuestra memoria los grandes flujos migratorios hacia América
de irlandeses huyendo del hambre en el siglo XIX, o de centro europeos que
tuvieron que huir en el siglo XX por las penosas condiciones de vida que tenían
en el periodo de entreguerras, cuando no por ser perseguidos en sus países de
origen. Miles de españoles han cruzado el atlántico huyendo de la miseria, o tuvieron
que atravesar los Pirineos en una frenética carrera por sobrevivir a la ira de
los vencedores de la Guerra Civil.
En
definitiva, las migraciones, que siempre son forzosas, han estado presentes en
nuestro devenir histórico, como sociedad, sin solución de continuidad. Sin
embargo, no parece que hayamos aprendido, más bien nos comportamos con tiranía
y egoísmo hacia los que ahora llaman a nuestra puerta. Hay un viejo refrán
castellano que dice: “No hay mayor tirano que el esclavo con un látigo en la
mano”. Esto es una verdad que se ha cumplido siempre, y nuestro comportamiento
hacia los refugiados que llaman en la actualidad a las puertas de Europa, está
más cercano al tirano que ha sido esclavo, que a la solidaridad que nos haría
más humanos y tolerantes.
Esa
xenofobia que sigue impregnado la sociedad, más allá de comportamientos
individuales, está en la raíz del problema. El egoísmo está en la base del
miedo al otro, al diferente, a compartir lo que tenemos y a convivir con
tolerancia. Un egoísmo que saben manejar muy bien quienes detentan el poder,
azuzando miedos que nos repliegan en nuestra condición de seres humanos libres.
Cuanto más miedo tengamos, menos capacidad de reacción tendremos, y más fácil
será manipularnos, para que no tengamos intenciones de cambiar nuestra
percepción de las cosas, lo que conduciría a un cambio de los dirigentes y las
políticas actuales.
A
los dirigentes europeos, abducidos por el neoliberalismo económico, sólo les
interesan los inmigrantes como mano de obra más barata que la actual nativa.
Por eso, cuando cambian las condiciones económicas y la mano de obra autóctona
rebaja sus expectativas laborales y salariales, los inmigrantes se convierten
objetos de usar y tirar, en definitiva no votan, y salvo el económico no se les
puede sacar otro rédito.
El
germen del racismo está impregnado a la condición humana, es así de triste,
pero para eso se inventó la política: para establecer reglas que delimiten
nuestro comportamiento salvaje (no hay que olvidar que no dejamos de ser mamíferos,
y a pesar de la gran creación de la cultura y el arte, como tal nos comportamos
ante situaciones primarias) y dotarnos de normas de convivencia que nos
permitan vivir en paz y armonía. Por eso, no hay escusas que justifiquen que en
el siglo XXI, sociedades que se reclaman democráticas se estén comportando con
los refugiados de una manera tan indiferente, vacunados ante le desgracia y la
muerte diaria de personas, sin exigir a los dirigentes que solucionen el
problema y no precisamente levantando vallas de espino, sino con justicia y
solidaridad. Porque Europa, una población envejecida y cada vez con muestras
más visibles de senilidad, los necesita más que nunca, para que nos saquen de
este sueño apático y patético en el que hemos caído.
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