Publicado en Levante de Castellón el 30 de Octubre de 2015
1 de Noviembre
y volvemos a llenar los cementerios para honrar y recordar a nuestros seres
queridos. Familias, amigos y deudores de los fallecidos acudirán a la llamada
de la memoria de aquellos seres a los que han querido y se han sentido queridos
por ellos, para homenajearles con flores, que son el símbolo más cariñoso de
decirle a alguien “no te olvido”, en un día que la religión católica viene tomando
de la tradición pagana de celebrar la muerte de la naturaleza, por la llegada
del invierno, cuarenta días después del equinoccio de otoño. De cualquier forma,
esta simbolización de la muerte, está muy presente en todos nosotros, por lo
que tiene de seguir unidos a los que ya se fueron, ya sea desde ritos paganos,
como de ritos religiosos, o desde la celebración lúdica de la muerte que
significa Halloween, por cierto una fiesta que tiene su origen en la cultura
celta, que se denominaba “Samhain”, que venía celebrarse ente los días 5 y 7 de
Noviembre, es decir, alrededor de 40 días después del equinoccio de otoño, en
la que los celtas daban cuto a sus muertos. Esta tradición, desde mucho antes
que Halloween irrumpiera en España, ya se celebraba en Galicia, con calabazas
encendidas y castañas cocidas con anís.
El
culto a los muertos, un entierro digno y la sensación de haberlos honrado en el
tránsito de los caminos de la muerte, es algo que está muy enraizado en nuestro
país, por eso cuando no se puede llevar a cabo, por causas ajenas a la voluntad
de uno, una losa pesa sobre la memoria de los descendientes que sólo el miedo a
una voluntad mayor puede impedir que se pasen la vida buscando a sus parientes
muertos y no enterrados debidamente.
En
España hay una herida abierta para muchas personas que nunca han podido enterrar
a sus muertos, porque una dictadura, muy cercana en términos históricos, se lo
impidió sembrando el terror entre los descendientes. Una herida que nunca se
cerrará hasta que la cauterice su propia muerte o pueden encontrar y dar la
sepultura que cada uno considere a sus parientes desaparecidos. Y digo bien al
decir “desaparecidos” porque esa es la versión oficial que durante décadas ha
prevalecido desde los estamentos oficiales para justificar el óbito de miles,
demasiados miles y demasiados ceros en la cuenta, de españoles y extranjeros a
los que les cayó el estigma de “rojos” por los vencedores de una guerra civil,
que implantaron una dictadura férrea basada en la venganza y el odio sembrado
desde los púlpitos a todo aquel que no comulgó con las doctrinas
nacionalcatólicas del franquismo.
Por
eso, cuando escuchamos que una diputada de la derecha postfranquista que
gobierna España, Rocío López, dice:
¡Dejen en paz a los muertos! y vuelve a argumentar lo de la famosa herida que
no hay que abrir (no se puede abrir una herida que no ha cerrado), uno sólo
pude sentir tristeza, por tanta falta de sensibilidad y poca empatía con aquellas
personas que llevan décadas buscando a familiares que la dictadura que ella,
tan veladamente defiende, asesino y ocultó su paradero, para que ese oprobio
gubernamental, siempre bendecido por un cura, no pasara a la historia,
permaneciendo oculto en la memoria de colectiva de los españoles.
Eso
es precisamente lo que el franquismo intentó evitar: el juicio de la historia y
los tribunales, y los que, ahora sus descendientes ideológicos, económicos y
políticos, están tratando de evitar a toda costa, incluso con expresiones como
las de la diputada antes aludida o las del senador conservador Jose Joaquín
Peñarrubia, que en nombre de su Partido ha llegado a decir: “Ya no hay más
fosas que descubrir…”, en un intento sin alma de esconder la barbarie del
franquismo de la memoria colectiva y de procesos judiciales que tribunales
ajenos a España han abierto o puedan abrir. Una brutalidad represiva que ha
convertido a España “en el segundo país del mundo después de Camboya, con mayor
número de víctimas de desapariciones forzadas cuyos restos no han sido
recuperados ni identificados” (sic) Jueces para la Democracia. Un deshonor que
cuarenta años de democracia no han sabido borrar.
Pero
la historia no se puede ocultar, por mucho que los herederos del franquismo se
empeñen, ni por ningún acuerdo político que intente borrar el pasado en aras de
la estabilidad social. La historia es tozuda y al final aparece por lo pliegues
de esa memoria que se ha querido sesgar. El pasado del franquismo, con sus
vendettas y miles de asesinatos es demasiado grande como para ocultarlo.
Porque, además, es un pasado que no sólo ha dejado un reguero muerte en las
cunetas de las carretas o las tapias de los cementerios, hay mucho más que ha
de salir a la luz de la historia, para que nunca más se vuelva a repetir.
A
veces da la sensación que los culpables de ese pasado negro de la reciente
historia de España son los que reclaman sacarlo a la luz, en un ejercicio de
memoria colectiva que acabe por reencontrarnos a nosotros mismos, condenando
socialmente a quienes lo hicieron, plenamente conscientes de lo que estaban
haciendo, y reconociendo legal y públicamente a quienes lo sufrieron. Y no me
estoy refiriendo solamente a los muertos. También fueron objeto de las iras del
franquismo los maestros y funcionarios, a los que se condenó a unos expedientes
de depuración humillantes, eso a los que no habían fusilado antes, que
despojaron a muchos del ejercicio de su profesión; a los familiares de todos
aquellos que desparecieron y han tenido que callar durante décadas por miedo o
por vergüenza. Víctimas del franquismo, los miles de encarcelados en campos de
internamiento, prisiones o aquellos que tuvieron que depurar su “culpas” en la
construcción del Valle de los Caídos. Pero también los que tuvieron que
marcharse de España para convertirse en refugiados de un régimen que les negaba
la libertad, la dignidad y quién sabe si no la vida. Los torturados en oscuros
sótanos de la DGS y otras dependencias policiales, los asesinados en los
primeros años de la Transición, el juez Garzón o las madres que veían como les
quitaban a sus hijos, por el mero hecho de ser rojas, para entregarlos a un
mercado vergonzoso de compra-venta de niños y niñas, que era alentado por curas
y franquistas de pro.
Esas
también son víctimas de la dictadura que merecen ser reconocidos por la memoria
histórica. Porque un país que no reconoce a las víctimas de la intolerancia,
todas las víctimas sin distinción, es un país que todavía no ha alcanzado una
democracia plena y vive de los resabios de la dictadura. Una dictadura que aún
hoy todavía es ocultada de los planes de estudio en las escuelas.
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