Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 12 de Junio de 2015
Hace muchos años, cuando era
joven y pensaba que la vida era eterna y disponía del todo el tiempo del mundo
para hacer lo que quisiera, un viejo anarquista me dijo muy serio: “el poder
corrompe”. Uno, que estaba muy avezado en lecturas ácratas, puso cara de
asentimiento, pero de ese asentimiento que le dice al otro, “mira, lo que mes
estas contado ya lo sé”. El viejo anarquista, que entendió enseguida el mensaje
de mi gesto, continuó diciendo: “sí, pero el poder nos corrompe a todos,
incluidos los a que estamos en esta sala” señalando al grupo de personas que
ocupábamos aquel cuarto en la calle Libertad de Madrid, sede de la recién
refundada CNT, que todavía pensaba en cambiar el mundo, antes que el cainismo
de la izquierda española acabara devorándola con la violencia con que Saturno
se come a sus hijos en el famosos cuadro de Goya. “Nadie está exento de
sucumbir a los encantos del poder”, prosiguió el viejo anarquista “por eso
debemos estar alerta y controlar muy de cerca a
aquellos que lo ostentan, sean quienes sean”. Luego vino la charla sobre
la inutilidad del Estado, y el resto de la utopía anarquista.
Con
los años uno se ha dado cuenta que el viejo anarquista tenía razón, y aunque no
siempre sea así, pues hay personas que no se dejan llevar por la tentación que
ejerce el poder y saben retirarse a tiempo, básicamente es lo que sucede, pero
mucho más agravado cuando el orden político no es capaz de poner barreras y
controles al desenfreno, que es, ni más ni menos, lo que ha pasado en la
imperfecta democracia española, que hemos hecho dejación de nuestras
obligaciones como ciudadanos, dejando todo el poder al albur de quienes lo
poseen.
Esta
falta de control nos ha conducido a la corrupción sin freno, de alto recorrido
y bajo nivel, que ha diezmado el país, pero al fin y al cabo corrupción, que ha
puesto al servicio de intereses particulares o privados el dinero público de
todos los españoles. Y aunque es cierto que no todos los políticos ni agentes
económicos son iguales y unos, como estamos viendo últimamente, son más
corruptibles que otros, sí ha quedado de manifiesto que todo el establishment
del país, por acción u omisión, ha sido cómplice de esta peste del siglo XXI
que está asolando el bienestar de la sociedad. Pero hay más en esta falta de
control: la retroalimentación de una clase política y económica, por no decir
también cultural y social, que se perpetúa en el poder sin solución de
continuidad, apoyada en unas leyes favorables a ello.
En
los últimos tiempos se está produciendo un fenómeno nuevo, quizá no tan nuevo,
pero que se manifiesta ahora con mayor dimensión. Se trata de los efectos
nocivos, para algunas personas, que tiene el olor del poder. Unos efectos que
se revelan por la proximidad o la pérdida de este, que producen quebranto del
sentido de la razón y desconexión con la realidad que les rodea. Después de las
últimas elecciones autonómicas y municipales lo estamos pudiendo observar, en
unos por la fuerte atracción embriagadora del cercano olor del poder y en otros
por la ansiedad que provoca empezar a alejarse de esa fragancia que tan
inalcanzables les hacía.
Si
nos fijamos en el comportamiento de algunos o de algunas, con vocación de líder
o lideresa, nos podremos dar cuenta de lo mal que están digiriendo la presunta
pérdida del sillón y la vara de mando. Fíjense ustedes en el desbaratamiento mental de la gran mesías de
tea-party español, o al menos así se ve ella, Esperanza Aguirre, que ha tenido
unos días de absoluto ridículo intelectual (la verdad que esto no creo que le
preocupe excesivamente) y pérdida de la vergüenza política, ante la perspectiva
de perder el poder que tanto quiere y, sobre todo, tanto la protege de caerse
en el surfeo que mantiene entre las olas de la corrupción. No se puede caer tan
bajo, ni ser tan bufa, como para mostrar, a pecho descubierto, la verdadera
naturaleza de su ser. Hasta el punto de convertirse, en pocos días, en una
lideresa prescindible para los suyos y olvidada por el resto del mundo. Quizá
ella sea el caso más paradigmático de la sinrazón que provoca perder el olor
del poder. Hay otros, como el alcalde de Valladolid, ese machista proteico
llamado León de la Riva, que ante una sentencia judicial que le inhabilita para
ejercer cargo público, se atiborra de testosterona y sale diciendo que él se va
cuando quiere, sin darse cuenta que los vallisoletanos ya le han echado en las
elecciones. Y qué decir de la cara de estreñida que se le ha puesto a la
Cospedal, ante la perspectiva de perder su feudo particular en Castilla-La
Mancha. Hay muchos más casos, y declaraciones fuera de tono anunciándonos el
cumplimiento de la Profecía de San Malaquías, pero todo ello queda a beneficio
de inventario de una ciudadanía que por fin se ha dado cuenta que puede ser
ella la que marque su destino, a pesar
de tener una democracia imperfecta.
En
el otro lado están los que empiezan oler ese aroma tan subyugante que les llega
de la supuesta cercanía del poder. Una aroma del que hay que tener cuidado pues
puede llegar a emborrachar las neuronas y hacerte perder la razón, haciendo que
el cuento de la lechera se repita sin solución de continuidad. También este
fenómeno ha eclosionado tras las últimas elecciones, y es de tal fuerza que
todavía no han llegado a sumergirse en las aguas aromáticas del poder municipal
y autonómico, y ya están pensando en cómo hacer para ganar las elecciones
generales. Cuidado que el emperador al final no tenía traje por mucho que sus
aduladores insistieran que era precioso, y el pueblo lo que veía que era que
estaba en pelotas.
“El
sueño de la razón produce monstruos” escribió Goya, pero en este caso el
monstruo parece ser la pérdida de esa razón, que se intensifica cuando el poder
se roza con los dedos. Porque de nada sirven los eufemismos de coincidencia de
programas y de acuerdo fácil en cuestiones programáticas -eso ya lo sabemos los
ciudadanos- si luego chocan contra el muro de las pasiones invertebradas y lo
que nos enfrenta a nuestro propio yo es ser o no ser “il capo di grupo”, el
presidente, la presidenta, el alcalde o la alcaldesa. O enrocarnos en
posiciones muy atractivas en el activismo civil, pero poco operativas en la
gestión diaria del poder.
El
viejo anarquista era un hombre sabio, quizá porque a lo largo de su vida había
visto demasiadas cosas, y constatado que el comportamiento humano es muy
difícil de cambiar. Por eso nos advertía de que anduviéramos con pies de plomo para que el olor del poder
no nos embriagara hasta el punto de perder la razón, que aunque produzca monstruos siempre son más domesticables que
los de la sinrazón.
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