Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 27 de Junio de 2014
Escrito por González de la Cuesta
Escribo esto
horas antes de la noche de San Juan. Esa noche mágica en la que el fuego
purificador al borde del mar, hará que nos conjuremos contra nuestras penas.
Cantaba Serrat en su canción Fiesta: Apurad/ que
allí os espero si queréis venir/pues
cae la noche y ya se van/ nuestras
miserias a dormir. Y es que con esa sabiduría ancestral que tienen los
pueblos mediterráneos, el fuego se ha convertido en una especie de
confesionario sin culpas, el diván donde descargamos nuestras angustias sin
dolor para el bolsillo, pero más lúdico, festivo y sensual. En la noche de San Juan,/como comparte su pan,/su mujer y su gabán,/gentes de cien mil raleas. Para que luego, todos juntos, soñemos
al dar la medianoche, al borde de mar, con la espuma de las olas mojando
nuestros pies, en un futuro mejor, cargado el aire de los miles deseos que se
piden al dios Neptuno. Es una noche perfecta en la que dejamos purgar, primero,
las desdichas en el fuego, y nos deseamos la mejor suerte, después, en el agua.
Fuego de las hogueras, agua del mar, tierra de la arena de la playa, y aire
impregnado de deseos y felicidad, los cuatro elementos de la naturaleza unidos
en la noche más mágica y bruja del año, invocados en un rito pagano (por eso la
noche de San Juan estuvo prohibida durante el franquismo, y la Iglesia la ve
con malos ojos), en el que nos ponemos la vida por montera y damos rienda
suelta a un frenesí fuertemente cargado de erotismo y desenfreno. Juntos los encuentra el sol/ a la sombra de un farol/ empapados en alcohol/magreando a una
muchacha (o muchacho). Sigue cantando Serrat.
Con la noche de San Juan inauguramos
el verano, esa estación en la que la fuerza del Sol va a imponerse sobre
nuestras voluntad, dándonos la energía cósmica que nos permite abandonarnos al
placer de las tardes calurosas, dormitando con esas siestas, casi telúricas,
que renuevan nuestro espíritu, porque nos rendimos al sueño sin más
preocupación que fundirnos con el paso del tiempo y con la naturaleza que
invoca los cuatro elementos, otra vez, que dibujan el mapa de la vida. Escribía
Calderón de la Barca, en su magistral “La vida es sueño”: En quien un mapa se dibuja atento,/ Pues el cuerpo es la tierra,/
El fuego, el alma que en el pecho encierra,/ La espuma el mar, y el
aire es el suspiro,/ En cuya confusión un caos admiro;/ Pues en
el alma, espuma, cuerpo, aliento,/ Monstruo es de fuego, tierra, mar y viento. Así el verano, cuando más cerca estamos de
la naturaleza, es cuerpo que abandonamos al placer mundano, alma que se
purifica con el alimento del Sol que la ilumina, espuma que limpia nuestras
penas con una libación de sal y agua, y suspiro que fundimos en el aire
impregnado de sensualidad y goce.
En verano
las noches son cortas pero intensas, bañadas por el perfume de las estrellas.
Son noches en las que nos perdemos en el laberinto de nuestros deseos, de
aquello que soñamos hacer o compartir. ¿Quién no ha soñado con vivir una
aventura de tórridos amores veraniegos, bajo la luz de la Luna? ¿Quién no ha
deseado encontrar su destino en un paraíso exótico lejos del aburrimiento de la
vida cotidiana? ¿Quién no se ha visto montado a lomos del placer de saberse
dueño de su destino, sin más preocupación que beberse a sorbos de felicidad la
vida que le queda por delante? Pero también hay deseos cumplidos, sueños que se
hacen realidad traspasando el umbral de la noche perdida en ensoñaciones. Lorca
escribe en su “Madrigal de Verano: “¿Cómo a mí te entregaste, luz
morena?/¿Por qué me diste llenos/de amor tu sexo de azucena/y el rumor de tus
senos?/. Y es que en verano nos dejamos narcotizar por el placer de la
nada, del vacío que inunda nuestros pensamientos, para volver a ser espíritus
que vagan por el aire casino de la tarde, como diletantes que caen ensimismados
ante el espejismo dorado por un sol ardiente, que esconde nuestra mecánica vida
de actos programados de los que no somos dueños.
Amamos el
verano porque es luz, poesía, color y olores que se mezclan en un aire cargado
de sensualidad. Escribió Juan Ramón Jiménez: De tu lecho alumbrado de Luna
venían/ no sé qué olores tristes de deshojadas flores;/ heridas por la Luna,
las arañas reían/ ligeras sonatinas de lívidos colores… Cuánto luz ilumina
nuestras pupilas, cuántos colores inundan nuestros sueños, cuántas fragancias
nos hacer perdernos en el laberinto de los sentidos. Quizá vivamos el verano
con tanta intensidad que la realidad se vea trastocado como le sucedía a Rafael
Alberti en su poema “Verano”: Del cinema al aire libre/ vengo, madre, de
mirar/ una mar mentida y cierta,/ que no es la mar y es el mar. Juego de
luces que nos confunde entre coplas que cantan al amor, a la Luna y a un Sol
que abrasa la arena de la playa y levanta olas sofocadas de espuma. Porque el
verano, en fin, es un espejismo, un maravillosos juego de luces y sombras, de
días largos y noches breves, que nos devuelve a la felicidad de la infancia, de
largas horas de abulia e intensos momentos de placer.
Tras la
noche de San Juan, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y
el señor cura a sus misas, como cantaba Serrat. Pero empieza un tiempo para
soñar entres soles, siestas, comidas que nunca acaban y noches en vela de
encendido deseo. Todo se aplaza en esa prolongada noche en la que se olvidó que
cada uno es cada cual.
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