Publicado en Levante de Castellón el 19 de octubre de 2018
Apunte para reflexión. ¿Por qué
seguimos empeñados en llamar populismo a lo que sólo es fascismo? No hay que
ser licenciado en Salamanca, para darse cuenta de que Salvini, Lepen, Orbán,
Vox y tantos otros que están sembrando Europa de odio, xenofobia e intolerancia,
son lisa y llanamente fascistas. Incluso allende los mares, en el continente
americano, con Bolsonaro y Trump a la cabeza, el fascismo está más implantado
que nunca. (Para evitar suspicacias de
neoliberales encendidos, no voy a hablar de los dictadores comunistas, porque
no es este el problema que tiene Europa).
Cierto
que no son comparables con los fascismos de la primera mitad del siglo pasado.
Las condiciones históricas son diferentes, y ahora todos se ponen la corbata de
la democracia para extenderse por el continente. Pero si alguien piensa que
estos Partidos son respetuosos con los valores de la libertad, la igualdad y la
solidaridad, es que prefiere mirar para otro lado para que nadie perturbe su
acomodaticia vida. Error.
No
son iguales a Hitler, Franco o Mussolini
ni a los partidos que estos representaban, si es que representaban algo que no
fuese a sí mismo. Pero el discurso
político fundamentado en la supremacía de sus ideas sobre el resto, junto a la
exaltación del patriotismo, colocando a la nación por encima de sus habitantes.
La manipulación de la propaganda, con el único fin de ocultar la verdad que a
ellos no les interesa que se sepa, y las soflamas de regeneración política, que
sólo esconden la supresión de todos los principios que deben constituir una
democracia, no son más que la vuelta de Europa
a la oscuridad y la violencia como instrumento de relación política.
No
nos equivoquemos. Hitler llegó al poder en 1933 y sólo tardó unos meses en
acabar con la democracia; Franco, juró lealtad a la República y en cuanto pudo
se lanzó en armas contra ella; Mussolini, después de implantar el terror con
sus camisas negras, -cuanto peor mejor- consiguió el poder, otorgado por el rey
Víctor Manuel II, y como buen fascista, acabó acaparándolo en su persona. Todos
utilizaron los resortes que la democracia ponía a su disposición para hacerse
con el poder y liquidar la libertad. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿los
fascistas del siglo XXI tienen motivos para no hacer lo mismo? No lo creo, teniendo en cuenta que detrás de
un fascista, siempre, hay un megalómano.
Segunda
reflexión. ¿Cuándo va a aprender la democracia a defenderse de sus enemigos,
evitando que estos sean un peligro para su propia supervivencia? Si cuando se
ha tratado de parar el totalitarismo de izquierdas ha sido implacable, frenando
cualquier posibilidad de ascenso de este, cabría pensar que con el fascismo se
debería hacer lo mismo. Sin embargo, no es así. La prueba es que cada vez la
extrema derecha va copando más cotas de poder en el continente, sin que nadie
les cierre el paso.
Lo
que nos lleva a pensar, que el liberalismo no es tan democrático como creíamos
y hace muy buenas migas con el fascismo,
sobre todo cuando se trata de utilizar este, como ya se hizo en el siglo
pasado, para frenar la expansión de la izquierda no acomodaticia. Antes se
consintió como cortafuegos del comunismo y ahora como muro de contención del
surgimiento de una nueva izquierda que plantea un modelo de sociedad muy
distinto a los intereses del capitalismo liberal.
El
ascenso del fascismo es un peligro real que no debemos despreciar, sobre todo,
si va aparejado a los intereses de las élites de poder en Europa, que están
poniendo en práctica, sabiamente, los Once Principios de la Propaganda de
Goebbels. Les invito a leerlo y ustedes, después, decidan.
González de la Cuesta
Escritor
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