viernes, 22 de diciembre de 2017

Navidad y utopía

Publicado en Levante de Castellón el 22 de diciembre de 2017
Por fin llegan las Navidades, casi cuando ya estamos saturados de ellas. Cuando llevamos más de un mes empechados de turrón, anuncios de colonias, ciudades iluminadas hasta la desorientación y grandes superficies luciendo sus mejores galas para que compremos hasta lo que no necesitamos cuanto antes mejor, casi con el tostado del verano a  flor de piel.  Y no es que uno reniegue de farolillos de led y árboles gigantescos de adornados con el eclecticismo de la geometría. Al contrario, me parece bien que la gente se divierta y se le recuerde que un poco de bondad y deseos de felicidad nunca vienen mal, en una sociedad cada vez más triste y alienada por el miedo a perder, no lo que se tiene, sino lo que se desea tener. Son tiempos en que nunca estamos satisfechos de lo que somos o tenemos, porque nos han inoculado el virus de la insatisfacción, que debe ser bueno para que las grandes multinacionales ganen mucho más dinero. Antes empezaba el día 22 de diciembre, o esa era la sensación que muchos teníamos, cuando escuchábamos en la radio el soniquete alegre de los niños de San Ildefonso cantando lo premios de la Lotería de la Navidad. Ahora el sentimiento es contrario, parece que ese día de los sueños inocentes de convertirse en millonario es el fin de la Navidad y que lo que viene a continuación no es más que un epílogo, un estrambote festivo del soneto que llevamos escuchando semanas.
                Si durante todo el año estamos condenados a la tiranía de lo políticamente correcto, esa dictadura insufrible que nos convierte a todos en espías del orden establecido, en censores de todo aquello que nos dicen se sale de los límites impuestos por el poder, para que este no se sienta amenazado, la Navidad es el desiderátum  del perfecto ciudadano. Tiempo sin fisuras del discurso oficial, saturado de papá noéles y villancicos escuchados hasta el aburrimiento.
                Sin embargo, he de confesarles que a mí la Navidad me gusta. Posiblemente, porque nunca he llegado a perder esa emoción mágica que sienten los niños ante el misterio que envuelve un tiempo que augura la felicidad más inocente y sin dobleces que nunca más en nuestra vida, pasada la infancia, volveremos a tener. Que todo el mundo sueñe con ser feliz, aunque sea por unos días, es algo a lo que nunca deberíamos renunciar. Teniendo en cuenta, además, que la felicidad se sirve en pequeñas píldoras que hacen de nuestra vida algo más soportable, sobre todo en un tiempo de mudanzas que señalan al futuro como un lugar cargado de incertidumbre.
                 Los agoreros dicen que la Navidad es un tiempo de hipocresía, como si la verdad brillara como una estrella en el firmamento el resto del año. Hipocresía es la de quienes reniegan de todo y miran para otro lado cada día ante los problemas que nos circundan, esperando, quien sabe, que un Mesías aparezca y nos libre de nuestros males. Es la de aquellos que ha perdido la confianza de que un mundo mejor es posible y se convierten en seres vacíos de esperanza y ánimo para transformar la sociedad. Seres ajenos a la utopía del amor, de la paz, de la justicia y la fraternidad, que se sienten observados desde el espejo de su propia vacuidad precisamente en Navidad, cuando todo el mundo trata de rellenar el vacío de una realidad cada vez más dura, por una pequeñas dosis de felicidad compartida. Y, entonces, lo que ven les abruma tanto que reniegan de ello.

                Es cierto que la Navidad se ha convertido en un negocio, nada extraño en una sociedad dominada por el Becerro de Oro, y qué mejor que imbuirnos de una felicidad mema que sólo alcance a consumir.   Por ello, el reto consiste que hagamos permanentes los valores navideños de generosidad y paz el resto del año, no por friquismo, sino para poder afrontar las contracciones que toda sociedad tiene, con las que todo individuo convive, con un espíritu más optimista. Y eso sí que les daría miedo a los que nos convierten en piezas de un engranaje políticamente correcto, que no deja lugar a la emoción de vivir con una utopía. 

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