domingo, 12 de noviembre de 2017

La cultura nos une

                                                                   Imagen: Augusto Ferrer Dalmau

              Publicado en Levante de Castellón el 10 de noviembre de 2017                     

Me cuesta cada semana no escribir sobre Cataluña. Es tanta la sobreinformación que tenemos y tantos los sentimientos que afloran, que resulta difícil sustraerse a ellos. En mi caso, todo lo que está sucediendo: el cerrilismo nacionalista de ambos bandos, esa proclamación a hurtadillas de la Republica Catalana, la aplicación del artículo 155 de la Constitución, los encarcelamientos cargados de testosterona españolista, Puigedemont en Bélgica, los belgas diciendo que España es una democracia bananera… todo esto que está pasando me provoca una gran tristeza y mucha confusión. Tristeza, porque uno fue participe de la Transición y ve como aquellos valores que fueron las líneas maestras de ese complicado rompecabezas que supusieron esos años, se desmoronan. Y confusión, porque no encuentro espacios posibles de reconciliación y mucho menos la posibilidad de alinearme con uno de los dos bandos en liza. Sólo tengo claro que el nacionalismo sigue siendo un gran fracaso de la democracia, y que mis sentimientos hacia España van y viene como las olas en un temporal, incapaces de morir a gusto en la playa, porque ya no hay playa. Porque ya no hay España, por lo menos la España que yo creía vacunada contra la sinrazón y la intolerancia. Sólo queda aferrarse a la cultura, como el tablón de un náufrago que ha visto como su navío ha sido destruido por el fuego enemigo y el amigo. 
                No me puedo imaginar Cataluña sin ser una parte de la cultura española, aunque siempre puede haber un hooligan del catalanismo que diga que  la Playa de Barcino, en la que perdió su ventura Don Quijote, como metáfora de lo que está sucediendo en la actualidad, es una invención de Cervantes ajena a la cultura catalana. De la misma manera, no puedo imaginarme una España a la que le falte la cultura catalana, aunque siempre habrá descerebrados que quieran laminar esa cultura para imponer la suya.
                España, más allá de sus grandes genios, que son patrimonio de todos, es una suma de diferentes identidades culturales, que aportan al patrimonio cultural común su granito de arena. Si faltara uno de ellos, es como si la hubieran amputado un brazo. Hablaba antes de Cervantes, como podía haberlo hecho de Picasso o de Albéniz. Todos ellos ya mensajeros de España, de su cultura, sin pensar si representaban a Castilla, Andalucía o Cataluña. Pero también hay otra cultura, más de andar por casa, que nos hace grandes, nos convierte en un país que puede sentirse orgulloso de sí mismo. Manifestaciones culturales que son transversales, sin perder su esencia regional, que hacen que un gallego o un andaluz o un catalán o un madrileño o un vasco o un extremeño o un castellano o un valenciano o un asturiano… etc. se identifiquen con ellas, sin perder el saber de qué región de España vienen.
                Cuando vemos una película española o leemos un libro de un autor nacional ¿alguien se plantea si el autor es aragonés o  murciano? Nadie en su sano juicio, ni siquiera en Cataluña. El tejido cultural común es tan fuerte, tan sorprendentemente único y fascinante, que haríamos el ridículo si lo tuviéremos que vivir desde las dos orillas de una frontera, acabando por separarnos y hacernos más pequeños.

Por eso me produce mucha tristeza, que la torpeza de unos y otros esté empeñada en separar más que unir. En destruir siglos de cultura común, que han construido otra nación, al margen de la política y los intereses de las élites, que tantas ocasiones nos han conducido camino al acantilado, para despeñarnos. Porque no es posible entender la música española sin Serrat o Manolo García, de la misma manera que no es posible que la cultura catalana niegue a Miguel Ríos o Los Planetas.

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