Imagen: Augusto Ferrer Dalmau
Publicado en Levante de Castellón el 10 de noviembre de 2017
Me cuesta cada semana no escribir
sobre Cataluña. Es tanta la sobreinformación que tenemos y tantos los
sentimientos que afloran, que resulta difícil sustraerse a ellos. En mi caso,
todo lo que está sucediendo: el cerrilismo nacionalista de ambos bandos, esa
proclamación a hurtadillas de la Republica Catalana, la aplicación del artículo
155 de la Constitución, los encarcelamientos cargados de testosterona
españolista, Puigedemont en Bélgica, los belgas diciendo que España es una
democracia bananera… todo esto que está pasando me provoca una gran tristeza y
mucha confusión. Tristeza, porque uno fue participe de la Transición y ve como
aquellos valores que fueron las líneas maestras de ese complicado rompecabezas
que supusieron esos años, se desmoronan. Y confusión, porque no encuentro
espacios posibles de reconciliación y mucho menos la posibilidad de alinearme
con uno de los dos bandos en liza. Sólo tengo claro que el nacionalismo sigue
siendo un gran fracaso de la democracia, y que mis sentimientos hacia España
van y viene como las olas en un temporal, incapaces de morir a gusto en la
playa, porque ya no hay playa. Porque ya no hay España, por lo menos la España
que yo creía vacunada contra la sinrazón y la intolerancia. Sólo queda
aferrarse a la cultura, como el tablón de un náufrago que ha visto como su
navío ha sido destruido por el fuego enemigo y el amigo.
No
me puedo imaginar Cataluña sin ser una parte de la cultura española, aunque siempre
puede haber un hooligan del catalanismo que diga que la Playa de Barcino, en la que perdió su
ventura Don Quijote, como metáfora de lo que está sucediendo en la actualidad, es
una invención de Cervantes ajena a la cultura catalana. De la misma manera, no
puedo imaginarme una España a la que le falte la cultura catalana, aunque
siempre habrá descerebrados que quieran laminar esa cultura para imponer la
suya.
España,
más allá de sus grandes genios, que son patrimonio de todos, es una suma de
diferentes identidades culturales, que aportan al patrimonio cultural común su
granito de arena. Si faltara uno de ellos, es como si la hubieran amputado un
brazo. Hablaba antes de Cervantes, como podía haberlo hecho de Picasso o de
Albéniz. Todos ellos ya mensajeros de España, de su cultura, sin pensar si
representaban a Castilla, Andalucía o Cataluña. Pero también hay otra cultura,
más de andar por casa, que nos hace grandes, nos convierte en un país que puede
sentirse orgulloso de sí mismo. Manifestaciones culturales que son transversales,
sin perder su esencia regional, que hacen que un gallego o un andaluz o un
catalán o un madrileño o un vasco o un extremeño o un castellano o un
valenciano o un asturiano… etc. se identifiquen con ellas, sin perder el saber
de qué región de España vienen.
Cuando
vemos una película española o leemos un libro de un autor nacional ¿alguien se
plantea si el autor es aragonés o murciano?
Nadie en su sano juicio, ni siquiera en Cataluña. El tejido cultural común es
tan fuerte, tan sorprendentemente único y fascinante, que haríamos el ridículo
si lo tuviéremos que vivir desde las dos orillas de una frontera, acabando por
separarnos y hacernos más pequeños.
Por eso me
produce mucha tristeza, que la torpeza de unos y otros esté empeñada en separar
más que unir. En destruir siglos de cultura común, que han construido otra
nación, al margen de la política y los intereses de las élites, que tantas
ocasiones nos han conducido camino al acantilado, para despeñarnos. Porque no
es posible entender la música española sin Serrat o Manolo García, de la misma
manera que no es posible que la cultura catalana niegue a Miguel Ríos o Los
Planetas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario