Publicado en Levante de Castellón el 19 de mayo de 2017
No
voy a hablar en este artículo de las implicaciones de la derecha española con
el franquismo; ni de la amnistía que supuso la Transición para todos los
delitos cometidos por un régimen que asesinó a cientos de miles de
compatriotas, por el simple hecho de ser sus disidentes; no hablaré del control
de la economía que ejercen las grandes familias que se enriquecieron con el
franquismo, y han coinvertido a España en un corral infectado de corrupción,
algo normal, si tenemos en cuenta que todas ellas acumularon o ensancharon su fortunas, gracias
a las prácticas corruptas que durante cuarenta años fomentó la dictadura.
Tampoco voy a hablar del franquismo latente y añorado en la cúpula de la
Iglesia Católica, que tanto echa de menos aquellos años que pusieron de
rodillas a todo el país, para que rezara por la gloria y larga vida del
dictador. Ni siquiera hablaré del Valle de los Caídos, monumento a la ignominia
de un país, que permite que siga en pie esa gran tumba del dictador y del
fundador del Partido fascista que lo sostuvo durante cuatro décadas en el
poder. No voy a hablar de nada de eso, hasta me salto el incumplimiento
sistemático de la Ley de Memoria Histórica por los poderes de la derecha o las
injurias de algún portavoz del Partido en el gobierno, contras las víctimas del
franquismo.
Lo
que más preocupado me tiene, realmente, es la cantidad de pequeños actos profranquistas
(microfranquismo podríamos llamarlos) que se viene produciendo últimamente a lo
largo y ancho del país. Entierros de exministros de Franco, con brazos en alto
y exaltación fascista; alcaldes que se niegan a retirar símbolos o nombres
franquistas de sus pueblos; medios de comunicación que no dudan en machacar
mediáticamente a Partidos democráticos, porque no son de su agrado, y sin
embargo confraternizan con la extrema derecha sin pudor alguno. Demasiadas
añoranzas de Franco y su dictadura, que están en la base del discurso clásico de
la derecha para no hacer nada en contra de lo que esta supuso. Es habitual que
escuchemos frases como: “dejemos a los muertos en paz”, “no hay que revolver el
pasado”, “Franco hizo cosas buenas” o “los antifranquistas sólo quieren
venganza por lo que ocurrió hace ochenta años”. Todo ello, con el silencio
cómplice de la sociedad española y sus instituciones.
No
nos ha de sorprender, entonces, que en Castellón se hayan recogido 14.000
firmas, según un diario local, para que se mantenga la cruz levantada en el
Parque Ribalta en honor a los caídos por Dios y por España, una cruz que
debería haber sido retirada hace tiempo, porque además, como símbolo religioso,
no pinta nada en un parque público y civil y porque recuerda demasiado a la
vinculación de la Iglesia con la dictadura.
Lo
que sí sorprende, es que la concejala portavoz del Partido Popular en el
Ayuntamiento de Castellón haya salido en defensa de la no retirada de la cruz.
“No entiende –dice- por qué les preocupan tanto los muertos. Si no se ocupan de
los vivos”. No quiero creer que esta concejala esté defendiendo al franquismo,
que posiblemente por edad no ha conocido y desgraciadamente, tampoco estudiado
en la escuela, lo que me lleva a pensar que lo utiliza para atacar al gobierno
municipal actual. Se equivoca. No todo vale en la labor de la oposición. Ella,
como portavoz de su Partido en el Ayuntamiento, debería haber apoyado la
moción, porque de lo que se está tratando es de devolver a Castellón a una
normalidad democrática, que no será plena hasta que todos los símbolos
franquistas hayan desaparecido de la ciudad. La democracia, el único hueco que
debe dejar para el recuerdo del fascismo, es el de mantener viva la maldad de
esa ideología. Por ello, una persona que representa a un Partido democrático en
Castellón (a mí me consta que muchos de sus compañeros de filas lo son) si se
afana en defender un símbolo que representa a la dictadura franquista, flaco
favor está haciendo a su Partido, a sus correligionarios y a la convivencia
democrática.
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