“El
imaginador de pinturas” parte de un hecho constatable: que la admiración que
nos produce el arte no es capaz de discernir entre lo verdadero y lo falso, ni
siquiera para grandes expertos y/o avezados miembros de la benemérita. Quizá
porque, como explica el capitán Halcón: “El gran descubrimiento de Rovere no
está en la copia del original, sino en la creación de un falso original”. Este
es el quid de la cuestión de la novela: como crear una obra de arte con
técnicas de falsificación, que parezca hecha por el verdadero artista, y cómo
colarla en el cerrado y exigente mundo del coleccionista.
Juan
Rovere, el falsificador que nadie es capaz de poner cara, ni siquiera su
perseguidor y primer admirador, el capitán de la Guardia Civil Manuel Halcón,
sabe muy bien todo esto, por eso ha llegado a ser el número uno. Sabe jugar con
la codicia, la vanidad y la avaricia del poder, ya sea en su vertiente
económica, política e intelectual. Ahí es donde está su éxito, no tanto en la
calidad de su creación falseada, sino en su capacidad para excitar la hormona
del placer que activa el poder, y qué duda cabe, que poseer una obra de arte
única, funciona como un chute de dopamina para muchos que se sienten llamados
por la divinidad a ser y tener más que nadie.
Todo
el proceso se lo va enseñando Rovere a la hija de su antiguo socio ya
fallecido, Linda; una estudiante, recién salida del horno universitario, pero
que enseguida se da cuenta que se encuentra aprendiendo de Rovere como pez en
el agua. Este, si al principio pone
alguna pega, se deja llevar por la testosterona que produce saberse poseedor de
un conocimiento único, que le permite lucirse ante una chica joven, guapa e
inteligente. Es de esta manera, mientras ejecuta la obra de su último gran
engaño, como nos va enseñando a convertirnos en falsificadores, mediante las
explicaciones que le va dando a Linda. El círculo de esta clase magistral se
cierra con el capitán Halcón, alguien cuyos conocimientos sobre arte y
falsificaciones están a la altura de su delicuete preferido, al que sueña
apresar, para demostrarse a sí mismo que él, a pesar del traje verde, es digno
de sus conocimientos.
Joan
Feliu escribe una espléndida novela, sin pliegues y fácil de leer, lo que se
agradece dada la complejidad del tema que trata. Si bien al principio, puede
apuntar a una novela del género policiaco, nada más lejos; ni siquiera creo que
el autor haya pretendido esto. La narración crece por caminos muy distintos,
introduciéndonos en ese mundo tan desconocido de las falsificaciones
artísticas. Tanto, que después de
haberla leído, ya no sabremos, cuando nos pongamos delante de un cuadro, si realmente
está facturado por el artista que lo firma, o es una magnifica creación del
Juan Rovere de turno. Esa es la gracia de esta magnífica novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario