Publicado en Levante de Castellón el 23 de Octubre de 2015
El arzobispo de Valencia, Antonio
Cañizares, en un momento de éxtasis divino, hizo el otro día unas declaraciones
que han escandalizado, incluso, a sus propios correligionarios de fe. No son
nuevas estas salidas de tono estertóreas del guardián de la ortodoxia más
rancia de la Iglesia. Algunas de sus perlas han sido bastante sonadas y muy
festejadas por el ultramontanismo nacionalcatólico español, incluido el
catalán, como aquellas que hizo en 2009, a colación de la reforma de la Ley del
aborto del gobierno del Zapatero, en las refiriéndose a los casos de pederastia
habidos en colegios católicos, dijo: “No es comparable lo que haya podido pasar
en unos cuantos colegios, con los millones de vidas destruidas por el aborto”. Ya
lo ven, a monseñor Cañizares el padecimiento en vida le importa bien poco, y si
este es infringido por curas, nada.
Pero
no es este el tema sobre el que me gustaría reflexionar. En las declaraciones
de Cañizares ha habido dos focos de atención mediático, por su poca
sensibilidad con el sufrimiento de la gente. Uno referente a los refugiados,
que ha tenido una inmediata respuesta desde diferentes ámbitos de la sociedad
por xenófobas, y ser un tema muy delicado en este momento que incluso le han
obligado a desdecirse. Aunque siempre he pensado, como bien dice el proverbio,
que “la jodienda no tiene enmienda”, con perdón, y este tipo de actos de
contrición dura hasta que se vuelve a caer en el mismo pecado. Pero no se
alarmen, para eso está la confesión, ese acto exculpatorio general, que da a
los católicos carta blanca para hacer lo que les da la gana, si después se confiesan
o arrepienten.
Pero
no es la preocupación que tiene monseñor sobre que quedará de Europa en unos
años con tanta invasión musulmana (parece que para algunos la guerra contra le
infiel no se terminó en Lepanto), lo que me ha llamado la atención, sino sus
declaraciones sobre la pobreza. Un hombre de bien, con un supremo sentido de la
fe católica, tenía que echar una mano al gobierno que tanto le gusta por su
conservadurismo. El país vive “una recuperación económica que hay que
reconocer”, ha dicho monseñor Cañizares, capaz de poner a cada uno en su sitio:
a los ricos en el suyo y a los pobres debajo. Es tanto el fervor mutuo que se
tienen que algunos reconocidos meapilas han salido en su defensa, como el
ministro del Interior (cómo le hubiese gustado a este hombre ser Inquisidor
General) y otros venidos a menos, como Camps y Cotino, que no han dudado en
darle su apoyo.
Dicho
lo anterior, habiendo recuperación económica desde el minuto uno que llegó
Rajoy a la Moncloa, el cardenal no ve “más gente pidiendo en la calle o
viviendo bajo un puente, que antes”. Estas declaraciones, que no han tenido
tanto impacto social y mediático como las de los refugiados, quizá porque el
empeño del poder en invisibilizar la pobreza, para que no se les estropee el
chiringuito que está montado a costa de ella, están dando sus resultados. El
arzobispo de Valencia debe tener un concepto de la pobreza ligado al número de
pobres que piden en la puerta de las iglesias, bien a la vista de todos para
que los feligreses descansen su conciencia dando una limosna, eso que tanto le
gusta dar a la Iglesia porque les genera clientela. Ligado a esto, la pobreza
debería visualizarse en las calles y bajo los puentes, como sucedía siglos
atrás, en donde sus señorías laicas o eclesiásticas convivían con todo género
de pobres, desarrapados y gentes con el estigma de la miseria, buscando cómo sobrevivir
más allá de las limosnas. Pero el siglo XX, en Europa, gracias a la Revolución
Industrial y las luchas sindicales y obreras estableció una nueva clase de
relaciones entre los trabajadores y los patronos, haciendo del estado de
bienestar el mayor éxito para la erradicación de la pobreza habido en todos los
siglos de historia conocida. Simplemente, el fin de la pobreza estructural y la
explotación que esta supone vino del empleo, el salario y las condiciones de
trabajo, en situación de dignidad, que convirtió a millones de europeos y
españoles en clase media, y ya saben ustedes, una potente clase media es un
gran antídoto contra la pobreza generalizada.
Debería
el arzobispo de Valencia leer los informes de Cáritas, que tan cerca le quedan,
para darse cuenta que la pobreza hoy es más invisible que nunca. Puesto que
los nuevos pobres que el siglo XXI ha
traído como consecuencia de las políticas de desigualdad que la jerarquía de su
Iglesia tanto bendice, no está tirados por las calles, ni abarrotan las
escalinatas de la iglesias, ni se han dado a la mendicidad como profesión. No,
porque los pobres del siglo XXI son clase media, trabajadores y trabajadoras
que hasta hace bien poco tenían un trabajo digno y un salario que no les
condenaba a la indigencia, como ya sucede con el 14% de los trabajadores
españoles. Son ciudadanos que se han visto arrojados de unas vidas con cierta
estabilidad económica y que se resisten a entrar en el mundo compasivo de la
pobreza, aunque no hayan tenido más remedio que entrar en el bucle de la
caridad. Ciudadanos que todavía tienen esperanza de que la situación cambie
para volver a ser lo que antes fueron. Por eso el cardenal Cañizares no los ve.
Por eso y porque no quiere verlos, no le interesa verlos.
Pero
la pobreza es una realidad imposible de esconder. Está instalada en el centro
de nuestra sociedad. Y al margen de la celebración del Día Internacional para
la Erradicación de la Pobreza, que se ha celebrado el 17 de Octubre, según lo
dispuesto por la ONU, de la esta sólo se sale con educación, cultura, igualdad
de oportunidades, trabajo digno y salario suficiente. Y esto sólo se consigue
si cambiamos los gobernantes que nos han conducido a ella, y están diseñando un
mundo a su medida, para que se perpetúe.
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