Fotos: Carátula interior del disco La Mandragora
Publicado en Levante de Castellón el 17 de Julio de 2015
Esta semana ha fallecido Javier
Krahe, el cantautor de Marieta, esa canción metáfora del perdedor, que siempre
llega tarde : “Y yo que fui a rondarle/la
otra noche a Marieta/la bella, la traidora/había ido a escuchar a Alfredo Krahus./Y
yo con mi canción/como un gilipollas, madre/Y yo con mi canción/como un gilipollas”, que es un monumento a la
ironía de la vida, desde la mirada de este andaluz, el más serio de todos los
andaluces de Zahara de los Atunes, cargada de sorna y guasa, eso sí, sin perder
la compostura. Hace años, antes que la fama televisiva rondara por los
alrededores de su vida, fui a verlo en algunas ocasiones a La Mandrágora, aquel
tugurio cercano a El Rastro madrileño, en la Cava Baja, donde actuaba junto a
un Joaquín Sabina, que ya despuntaba como el poeta de lo cotidiano en
castellano –que grande es el destino llegando a juntar a Sabina y Serrat, los
dos juglares del siglo XX que nos han cantado la vida tal como la vivimos-, y a
Alberto Pérez, que por aquel entonces cantaba canciones de Silvio Rodríguez y
Pablo Milanés.
En
La Mandrágora, a principios de los años 80 se juntaba la progresía madrileña de
carajillo (el gin tonic era cosa de snobs como Paco Umbral) y la izquierda arremangada que hizo La
Transición a golpe de manifestación, esa tan denostada hoy por quienes quieren
hacer borrón y cuenta nueva, sin darse cuenta que están haciendo lo mismo que hicieron
sus padres y madres en aquellos años de urticaria democrática, pero sin La Mandragora
donde tomarse unas cervezas, al olor de las conversaciones “izquierdistas”, en
un local que mantenía una neblina de humo de los cigarrillos, constante.
Tampoco pueden escuchar a Javier Krahe cantando La Hoguera. “Pero dejarme, ay, que yo prefiera/la
hoguera, la hoguera, la hoguera./La hoguera tiene qué sé yo/que sólo lo tiene
la hoguera.”
Muchas
veces me pregunto qué habría sido de nuestras vidas, si no hubieran existido
personajes como Javier Krahe, que con sus canciones, un tanto bullangueras, nos
han hecho comprender que la vida se puede y se debe desdramatizar, sin grandes
alardes, sólo con un poquito de sencillez y humor. Parece esto imposible en los
tiempos que corren, donde la aceleración que nos imponemos para nuestro ritmo
de vida, nos obliga a correr hasta para reconocernos a nosotros mismos,
añadiendo drama a unas existencia que vive demasiado condicionada por todo lo
que nos rodea, y unos medios de comunicación machacantes, controladores, que
nos dicen en todo momento como tenemos que comportarnos, con mensajes
contradictorios. Un ejemplo: por un lado te fríen a publicidad de comidas
rápidas, con altos niveles de grasas, azúcares y sal, y por otro te dicen que
hay que comer sano y guardar la línea. Un lío, para que cualquiera se encuentre
dentro de la sociedad de consumo.
Es
lo que tiene haber perdido nuestra libertad como ciudadanos, para ganar la
esclavitud como consumidores, que uno ya no sabe que pensar ante un escaparate
y prefiere que le digan lo que tiene que comprar, es más cómodo y nos libera de
ese miedo a la libertad, que es título de un espléndido libro aparecido en 1941,
aunque por qué no reconocerlo, algo denso y tedioso, a veces, de Erich Fromm “, en el que nos describió cómo
la ausencia de libertad preparó el camino a unas condiciones psicosociales que
condujeron a Alemania y parte de la sociedad europea al nazismo. Hoy,
desgraciadamente, se vuelven a dar esas condiciones psicosociales de ausencia
de libertad, ya no tanto política, que también cada vez más, gracias a la Ley
Mordaza, como intelectual y mental, a la que nos están reduciendo
convirtiéndonos en consumidores acríticos, que está abriendo las puertas a un
totalitarismo de consecuencias incalculables para la sociedad, una vez que
hayamos perdido del todo nuestra condición de ciudadanos y, por tanto,
poseedores de derechos, para vender nuestro alma al diablo por una tarjeta de
crédito.
En
esta sociedad de prisas y diversiones enlatadas y precocinadas, ya no tendría
cabida aquel personaje de la canción del extremeño Pablo Guerrero, “Pepe
Rodríguez, el de la barba en flor”, que cuando llegaba la tarde cogía el metro
hasta Sol, subía las escaleras silbando
una canción y mirada en ristre llegaba a la Plaza Mayor. Ese Pepe Rodríguez que
era celta, árabe, íbero y español. Nuestra vida desbocada hacia la nada, sin
gracia, no nos permitiría ese gesto de libertad de Pepe Rodríguez, ni de
aprender inglés una noche en un mesón. Porque cuanto más rápido vayamos, menos
tiempo tendremos para pensar y más fácil será convertirnos en una sociedad
dócil y servil con el poder. Una sociedad sin concesiones al humor, ni a la
ironía, salvo cuando esta sea políticamente correcta. ¿Y quién decide que es lo
políticamente correcto y lo que no? Me temo que usted y yo no. Que si nos
dedicamos a saltarnos las normas acabarán marginándonos hasta que la maquina
depredadora del consumo acabe engullendo nuestra incorrección, para colgarla en
forma de camiseta en una tienda de souvenirs.
Ahora
estamos en verano. Teóricamente, desde el sentido común, deberíamos parar
nuestras veloces vidas y descansar, aburrirnos un poco, divertirnos sin
preocupación y dormir la siesta como ceporros. Pues no. Los cerebros que mueven
los hilos de nuestros deseos y querencias, no lo van a permitir. Nuestra vida
no puede bajarse de la vorágine precipitada que nos han impuesto. Por esto
mismo, ya han pensado por nosotros qué es lo que necesitamos, que no es otra
cosa que unas vacaciones activas y dinámicas. Turismo activo, ocio dinámico,
diversión precocinada y masticada, para que nosotros sólo tengamos que tragar.
Así vemos viajes extenuantes por desiertos en jeep, vacaciones de aventura a
paraísos exóticos, eso sí, bajo la seguridad de un guía; cruceros de diversión
asegurada para toda la familia, sin descanso. Todo dispuesto para que sigamos
alimentando la industria del consumo y no tengamos tiempo de pensar demasiado.
Pero
no sé por qué, al escribir esto me invade la sensación de estar perdiendo el
tiempo, como si fuese un pasmarote en medio de una autopista donde todo va a
una velocidad imposible. Recuerdo las noches en La Mandragora, donde el mundo
se detenía hasta que Javier Krahe, junto a Sabina y Alberto Pérez, ocupaban el
pequeño escenario, y nos hacía creer que todo era posible, sin prisas, paladeando
el tiempo. Sin embargo, ahora que tengo la impresión llegar tarde a muchos
sitios, me viene a la mente la canción de Javier Krahe: “Y yo con mi artículo como un gilipollas, madre.”
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