Foto: Del blog Trotamontes.org
Publicado en Levante de Castellón el 15 de Agosto de 2014
Escrito por González de la Cuesta
Todos
los veranos de nuestra vida se acaban condensando en un puñado de recuerdos que
evocan momentos felices que hemos vivido sin ser conscientes, en ese instante,
de que siempre nos acompañarán, como ese perro fiel que va perenemente a
nuestro lado sin cuestionarse por qué. A veces, hemos sentido en verano la
emoción de un paisaje en la cima de una montaña después de un gran esfuerzo,
respirando el aire puro que penetra en nuestros pulmones inundando nuestro ser
de una sensación de plenitud extrema, que es capaz de hacernos abarcar toda la
belleza natural que se extiende y bulle bajo nuestros pies. Vicente Aleixandre
descubrió ese hechizo en la Sierra de Guadarrama y dejó escrito, para la
posteridad, en el gris granito del maravilloso mirador que lleva su nombre,
desde el que se puede abarcar con la vista la plenitud de la cara sur de la
Sierra, el siguiente poema: Sobre esta
cima solitaria os miro/campos que nunca volveréis por mis ojos./Piedra del Sol
inmensa, eterno mundo/y el ruiseñor tan débil que el borde lo hechiza.
Hay veranos que pasan diletantes
a la orilla del mar, con el ritmo salino que marcan las olas en las largas
tarde de estío, cuando el Sol derrama tonos dorados en el aire, y el mar se
torna de un verde azulón que nos anuncia la noche. Son días de emociones
latentes, de una sensualidad que se palpa en cada uno de los poros de nuestros
cuerpos dilatados por el calor. Es la nada la que habita nuestra alma
adormecida por ese rumor que viene desde la lejanía inmensa de ese espacio
imposible de abarcar con la mirada, que es el mar. El mar como símbolo de libertad,
que en verano nos tiende la mano, para sumergirnos en esa sensación placentera,
tan mediterránea, de suspender el tiempo sin más ambición que sentir el vaivén
de sus mareas. Julio Llamazares, en su novela “Las lágrimas de San Lorenzo” dice
por boca de su protagonista, Pedro: Pero
ahora sentía la libertad, la palpaba. Sentía su olor a sal y a humedad oscura y
honda que el mar que me rodeaba traía con cada ola y que la brisa que lo
agitaba me restregaba contra la piel. Igual que Rafael Alberti se deja seducir
por el encanto del mar y sueña con ser marinero en tardes del Sol y noches de
Luna: “Sueño en ser almirante de
navío,/para partir el lomo de los mares,/al sol ardiente y a la Luna fría”.
Los besos son más dulces en
verano porque tienen la urgencia del tiempo; el deseo forjado por las noches
cortas y los días que pasan como horas cuando se está en los brazos de la
persona amada. Son besos húmedos, estacionales, de amores que tienen la
brevedad del verano, sobre todo cuando la juventud corre por nuestras venas y cualquier
urgencia para estar entre los brazos de nuestro amor es poca. Como ese beso de
pasión estival que con la ciudad eterna como fondo se dan Audrey Hepburn y
Gregory Peck en la película “Vacaciones en Roma”, con el deseo de amarse a flor
de piel. Pero también hay besos menos urgentes. Besos macerados por amores de
madurez, más contenidos y menos impulsivos, como aquel que se dieron Humphrey Bogart y Katharine Hepburn
en “La Reina de África”, que hizo estallar su amor contenido por el puritanismo
de la época, durante el verano pantanoso de su huida por el río Ulanga de las
tropas alemanas, en la Gran Guerra. Hay otros besos que en verano ser pierden
en la noche, a la luz de las Lágrimas de San Lorenzo; besos que no se han dado,
que han pasado por delante de nuestros labios, tan fugaces, que han sido más
una ilusión, un deseo pedido a las Perseidas, que un encuentro de amor en la
plenitud del firmamento iluminado de estrellas. La vi y ya no pude olvidarla,/tras sus ojos negros, brillantes,/calma
nocturna de estrellas,/sonaba Corcovado para los amantes/y yo quise ser el
pensamiento de ella”, escribió el falso poeta.
Por qué en verano nos enamoramos
hasta la pérdida de la razón, es un enigma. Transitamos por el filo hiriente
del amor, con una intensidad tan grande que aquello que podría llegar a ser
placentero lo vivimos en una constante angustia de desamor. En la estación más
lúdica y carnal del año tememos que el tiempo se nos escape por los desagües
que deja abiertos la pasión por el otro. Pero huye entre tanto, huye
irreparablemente el tiempo, escribió
Virgilio en sus Geórgicas. El contacto físico, el aliento perfumado de la noche
abrazados a quien entregaríamos todo nuestro ser; los besos de humedad salina
que se hacen dulces en nuestros labios, se vuelven urgentes porque el tiempo
del verano apremia, y luego… el otoño, con sus días que van declinando hacia el
olvido aquello que fue libación amorosa de vida. Ojalá que las hojas no te
toquen el cuerpo cuando caigan/para que no los puedas convertir en cristal,
cantaba Silvio Rodríguez, intentando exorcizar el vacío que el verano puede
dejar cuando llega el otoño y los duendes obran para que el amor encendido en
las noches calurosas de Luna y estrellas sea sólo un recuerdo de desamor.
Un verano que no
deja recuerdos imborrables se diluirá entre los pliegues de nuestra memoria y
nunca habrá existido, dejando un vacío que será imposible de rellenar con otros
veranos. Un paisaje que colma nuestro espíritu de paz, una música que abre nuestros
sentidos a la belleza, un cuadro que nos hipnotiza hasta el punto llevarlo
siempre junto a nuestro corazón, un beso que cae en nuestros labios con el
deseo de hacerlo eterno, una playa que nos convertirá en diletantes mecidos por
el rumor de las olas, y un amor que juraremos para siempre con la urgencia del
fin estival, son sentimientos imperecederos que nos dejarán una huella de
felicidad que sólo puede proporcionarnos el verano. Nada podrá apartar de mi
memoria/la luz de aquella misteriosa lámpara,/ni el resultado que en mis ojos tuvo/ni
la impresión que me dejó en el alma. Del poeta chileno Nicanor Parra.
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