Publicado en Levante de Castellón el 11 de enero de 2019
Empezamos por decir que los
hombres somos víctimas de tanto feminismo, radical o no. Continuamos por creer
que las mujeres son unas quejicas, que no aguantan nada. Seguimos culpando a
las mujeres de utilizar los malos tratos como venganza contra los hombres. Y
acabaremos borrando de los medios la violencia de género, que si no se sabe,
parece que no existe y, además, resulta cansino todo el rato hablando de las
mujeres, como si los hombres no existieran.
Esa
es la lógica del nuevo/viejo fascismo. Esa y la reivindicación del hombre, del
macho, para ser más exactos, como el ser elegido por la divinidad para hacer de
su capa un sayo. Una lógica que ha imperado a lo largo de la historia, en donde
las mujeres han ocupado un papel subalterno, cuando no subsidiario del hombre.
No hay frase más ilustrativa del machismo histórico, que aquella que decía: “detrás
de un gran hombre, hay una gran mujer”. Y eso es lo que no pueden soportar los
hombres que entienden el machismo como un valor de poder sobre la mujer y todo
lo que nos rodea. Porque detrás del machismo que muchos están intentando volver
a poner en alza, sólo existe la intención de dominio, de fuerza sobre el
“hipotéticamente” más débil, y así, trasladar ese pensamiento de dominación al
resto de la sociedad. El hombre domina a la mujer; el hombre domina la
naturaleza; el hombre domina a otros hombres que considera inferiores.
Dicen
que el feminismo es cansino. No digo que algunas mujeres no lo sean, como siempre
que se da voz a un exaltado. Pero es un
cansancio que debemos sufrir, aunque sólo sea para darnos cuenta de que
las mujeres tienen razón en sus reivindicaciones de igualdad y seguridad. A fin
de cuentas, a pesar de los discursos facciosos, las víctimas de la violencia y
la desigualdad son ellas.
¿Y
el machismo? ¿No es cansino? ¿No cansa tener que ser siempre el gallo del
corral? ¿No es aburrido parecer que lo controlamos todo? ¿No es triste tener
que ocultar nuestros sentimientos, para que no parezca que somos “nenazas”?
Quizá, si los hombres hiciéramos una reflexión sobre este asunto, muchas cosas
cambiaría, y los discursos del nuevo machismo conservador serían una anécdota y no una categoría. Además, si
abandonáramos ese concepto erróneo de masculinidad que tenemos, tan ridículo y
destructivo, ¿nos hemos planteado si no seríamos más felices?
Decía
Betty Friedan, una mujer nada sospechosa de feminismos radicales, que ninguna
mujer tiene un orgasmo abrillantando el suelo de la cocina. Sin embargo,
durante décadas, eso es justo lo que nos ha hecho creer toda la propaganda
machista, mostrándonos mujeres felices en el hogar, atendiendo a su marido y a
sus hijos, como abnegada, pero contenta, madre y esposa. Justo lo que la
propaganda nazi decía sobre la nueva mujer en Alemania, en donde no podían
fumar o maquillarse, porque eso perjudicaba su tarea primordial de tener hijos.
O como aconsejaba aquel famoso consultorio de Elena Francis, que destrozó la
vida a tantas mujeres en España, con sus exhortaciones de sumisión y buena
esposa alejada de los placeres mundanos. En un caso y otro, las vanidades
femeninas, los gustos por el placer, la
libertad de sentirse persona, se asociaba a las mujeres de mala vida, que nada
tenían que ver con esa fémina hecha para la procreación y el servicio a los
hombres.
Eso
es, ni más ni menos, lo que está desempolvando la extrema derecha en España,
con el debate manido y vergonzoso sobre la mujer y la violencia estructural que
sufren todas, y la violencia particular que muchas de ellas padece. Pero que un
partido de extrema derecha, heredero ideológico del franquismo y su cruzada
nacional católica, diga las barbaridades que está diciendo, está dentro de lo
previsible. Lo que no es de recibo es el papel que está jugando en este asunto
la otra derecha, la supuestamente democrática y defensora de la igualdad, que
es capaz de aliarse con el diablo si, cómo a Fausto, le garantiza el poder y la
gloria. A no ser que piensen que Elena Francis daba buenos consejos a las
mujeres, y no se atrevieran a confesarlo.
París
bien vale una misa, dijo el príncipe hugonote Enrique de Borbón, cuando la
única alternativa que tenía para hacerse con el trono francés era convertirse
al catolicismo.
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