Publicado en Levante de Castellón el 3 de noviembre de 2018
Uno de los fundamentos en el que se sostiene
una democracia, es el reparto de la riqueza. Si ésta no está distribuida de una
manera justa y equitativa, los cimientos
del sistema se empiezan a tambalear, provocando desafección y la aparición de
salvapatrias, siempre, ligados al fascismo o en las conurbaciones de éste, como
está sucediendo en Europa y otras partes del mundo.
El
reparto de la riqueza no significa que deje de haber ricos, implica que deje de
haber pobres, y para ello es necesario que no esté acumulada en pocas manos, y a
través de diferentes instrumentos políticos se distribuya de una forma
equitativa entre todos, garantizando que va a permitir vivir con dignidad a los
que menos oportunidades han tenido o las han desaprovechado.
En
un congreso que se celebró hace años en Valencia sobre la pobreza, uno de los
ponentes fue muy claro: “Denle ustedes un salario digno a los pobres y
hablaremos menos de cooperación para paliar la pobreza”, más o menos vino a
decir esto. Lo que le da al salario un valor de máximo nivel en la distribución
de la riqueza. El salario como expresión de la dignificación económica de las
personas, aunque es cierto, que las nuevas maneras de producir y trabajar que
están introduciéndose en la sociedad por causa de la implantación de las nuevas
tecnologías, exigen replantearse el concepto de trabajo y de salario, para que
nadie quede excluido de la riqueza que se produce en el mundo.
La
democracia no se puede convertir en una plutocracia, en donde son los que
acumulan gran parte de la riqueza los que dictan las leyes, porque si es
así, todas las normas de convivencia
democrática se vienen abajo, al legislar, preferentemente, para preservar los
intereses de la clase dominante
económica, auténtico centro del poder.
No
nos ha de extrañar, por tanto, que cuando un gobierno como el español, trata de
equilibrar la balanza de la riqueza mediante el salario, en este caso, con
medidas que garanticen derechos laborales que lapidaron la última reforma
laboral o con el aumento del salario mínimo a unos niveles próximos a la
dignidad salarial, la reacción de las élites económicas y todo el entramado
mediático y de poder que sostienen, sea la de anunciar la apocalipsis económica
del país. Para ellos, la democracia no es un sistema de libertad o bienestar económico,
más bien la entienden como un instrumento que les puede posibilitar
enriquecerse sin grandes sobresaltos, y cuando esto falla, no tienen remilgos
para promover movimientos más autoritarios de control de la población.
Subir
el salario mínimo en España a 900 euros es una medida que puede empezar a paliar la pobreza laboral,
que tomando como excusa la crisis, los últimos gobiernos han extendido por todo
el país, mientras el número de ricos y su riqueza aumentaba. Además de llevar
emparejadas el incremento de los ingresos fiscales y de la Seguridad Social,
con lo cual ganamos todos, a cambio de que unos pocos acumulen menos riqueza.
Es sencillo, salvo que se quiera engañar y manipular a la población,
complicándolo con discursos enrevesados sobre la competitividad, el efecto
sobre el PIB, la inflación, el desempleo etc., toda una panoplia de conceptos
mezclados para generar más confusión, que sólo tienen como fin último que
aceptemos que es mejor ser pobres, que vivir con bienestar económico.
El
artículo 35.1 de la Constitución Española, dice: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho
al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través
del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y
las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por
razón de sexo”. Como verán, papel
mojado, que el poder se ha saltado cuando le ha convenido. En este aniversario
de la Constitución, habría que reflexionar sobre qué mecanismos se deberían
articular en una previsible reforma constitucional, para que estas
declaraciones de intenciones se conviertan el ley de obligado cumplimiento. De lo que se trata
es de garantizar que todos vamos a tener un salario que nos permita vivir con
dignidad y planificar la vida sin sobresaltos económicos, aunque siga habiendo
ricos. Porque de lo contrario, si la democracia no es capaz de distribuir la
riqueza, no habrá reforma constitucional
capaz de frenar al fascismo, en su versión siglo XXI, que está llamando, cada vez con más fuerza, a
la puerta de una sociedad con grandes capas de la población empobrecidas.
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