Publicado en Levante de Castellón el 23 de marzo de 2018
Permanente y revisable. Es el
nuevo eufemismo para que la derecha más casposa del país siga cerrando la
tuerca de los derechos humanos en España. Porque de eso se trata: ir apretando
el concepto de libertad que se define por el respeto de los derechos humanos,
para sustituirlo por una libertad vigilada, encarcelada y, si es posible,
sustituida por el miedo a la inseguridad.
Esa es la
palabra clave: miedo. Una sociedad cargada de miedos, es una sociedad dócil y
fácilmente manejable. El miedo frente a la libertad es el principio de donde
nacen todas las dictaduras, electoralistas o no. Porque visto lo visto, la
facilidad con que la propaganda oficial, mediante unos medios de comunicación
poderosísimos –cuanto más controlados y al servicio del poder, más poderosos-
nos inocula el miedo, aunque sea mediante la construcción falsa de la realidad,
hacen de la democracia un sistema secuestrado, temeroso y bobalicón al servicio
del poder más conservador y autoritario; me atrevería, incluso, a calificarlo
de “demofascista”.
Primero nos
quitan el bienestar, mediante reformas económicas y laborales, que sólo tienen
como objetivo empobrecer a la mayoría de la población, para que agobiados por
los gastos y la pérdida de poder adquisitivo, nadie se atreva a reclamar un
reparto de la riqueza más equitativo. Después, convierten el derecho a ejercer
la libertad de opinión, expresión y manifestación en un ejercicio de riesgo,
que puede acabar con nuestros huesos en la cárcel. En el tercer paso, terminarán
con nuestra dignidad, ya están en ello, convirtiéndonos en seres sometidos a un
poder capaz de anularnos como personas, que es el último escalón antes de
llegar a la esclavitud. Eso sí, una
esclavitud edulcorada por una realidad virtual que nos tiene más secuestrados
que nunca.
Toda la
campaña que estamos sufriendo sobre la prisión permanente revisable va en esa
dirección: crear espacios de miedo en nuestras mentes, generando una falsa
realidad de inseguridad, que nos haga aceptar, como borregos dirigidos al
corral, medidas cercenadoras de los derechos humanos. De nada sirve que los
datos estadísticos desmientan la necesidad de aplicar esas normas regresivas en
cuento a seguridad (España es uno de los países europeos con menor índice de
criminalidad). El coro de vestales mediáticas ya se encarga de ocultarlas o
directamente cuestionarlas, en un ejercicio de cinismo que debería ser objeto
de mofa, si no fuera por el peligro que encierra. No hay más que ver los
telediarios de la mayoría de las cadenas, dóciles con los dictados del gobierno,
convertidos en una mala versión televisiva de El Caso, por no hablar de la descarada campaña que hace
la RTVE, en favor de la cadena perpetua, dedicando minutos y minutos para convencernos
de los bondades de una norma que se salta la Constitución a la torera, como
siempre que a la derecha nacional le
viene bien, en un acto de propaganda dignos de los más acerados tiempos
franquistas.
Pero lo más
vergonzoso, lo que produce a muchos urticaria, es la falta de moral democrática
y de ética cívica que tienen los Partidos conservadores, utilizando a las
víctimas como arietes de sus intereses coercitivos de la libertad. Lo hicieron
con las víctimas de ETA, convertidas en corifeos de las políticas
antiterroristas del ultraconservadurismo patrio y lo están haciendo ahora con los
familiares de víctimas de casos execrables y muy mediáticos. Pero un país no
puede dejar el dictado de su código penal en quienes se sienten dolidos por
haber padecido la salvajada de asesinos sin escrúpulos. Bueno, no sé si hay
algún asesino con escrúpulos.
El criterio
penitenciario en España es de reinserción del preso y así ha funcionado con
éxito desde que se instauró la democracia. Eso nos diferencia de otras
sociedades que sólo buscan la venganza cargada por el odio hacia quien
delinque. Así lo recoge nuestra Constitución en su artículo 25.2 y no parece
que se hayan dado unas circunstancias de alarma delictiva superior al momento
de redacción del texto constitucional, que hagan modificar el criterio de
reinserción, más allá del interés de convertir España en un país ajeno a los
derechos humanos.
Los argumentos
que se esgrimen en favor de la cadena perpetua son torticeros y fundamentados
en falsedades. Argumentos que alimentan la creencia de impunidad de los delincuentes,
cuestionando el poco rigor de la justicia y la política penitenciaria. Me hago
una pregunta ¿En un país con el índice de criminalidad más bajo de Europa, es
necesario aplicar medidas regresivas en política penitenciaria? Sinceramente
creo que no, al igual que muchos juristas lo creen. Salvo que se pretenda
generar un estado de inseguridad generalizada, algo a lo que están
contribuyendo generosamente los grandes grupos mediáticos, que como ya he dicho
sólo tienen como objetivo inocular el virus del miedo en la sociedad. Un miedo,
que se acabará utilizando para reclamar la pena de muerte, con los mismos
argumentos, si no se pone remedio.
La línea entre la libertad y la seguridad, los
derechos y el miedo, tiene un tamaño inversamente proporcional al nivel
cultural de una sociedad, a la facilidad con la que se deja engañar. Y qué
mejor que, en el caso de la prisión permanente revisable, apelar al dolor de
los familiares de las víctimas, a la tristeza y la rabia que produce el crimen
cuando las víctimas son niños o niñas o jóvenes, para dejarnos llevar
empáticamente hacia lo que el poder quiere.
Que otros
países tengan legalizada la cadena perpetua no es ningún consuelo, es más,
debería ser una prioridad que en España se derogara, volviendo a la situación
que establece la Constitución, porque es un signo de civilidad del que
deberíamos sentirnos orgullosos. Por tanto, más allá de las campañas de
propaganda, de los familiares de las víctimas, del ministro de Justicia y el
gobierno en pleno, ha sido una necesidad de higiene democrática lo sucedido
hace días en el Congreso: la derrota de las fuerzas ultraconservadoras,
aprobando la derogación de la prisión permanente revisable, que se ha tratado
de empañar en los fuegos de artificio de un debate parlamentario duro en el que
algunos han hecho gala del populismo más faccioso.
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