domingo, 28 de enero de 2018

El poder tiene género

Publicado en Levante de Castellón el 26 de enero de 2018
No acabo de entender cómo esta sociedad no está escandalizada por la violencia, dura y blanda, que se ejerce sobre las mujeres. Claro, que tampoco entiendo cómo los corruptos siguen gobernando, la Iglesia continúa sin pagar impuestos y el crecimiento económico ahonda aún más en la desigualdad. Parece que vivimos en una sociedad en la que el disparate es la moneda habitual de relacionarnos. Fijamos nuestro interés en el humo que nos lanzan desde los grandes medios de comunicación, para que, cegados, no prestamos atención a lo que verdaderamente nos concierne. Y no es que pretenda hacer aquí un análisis sesudo de la situación actual de la sociedad; para eso hay doctos y letrados. Es tanta la superficialidad con que tratamos problemas de gran enjundia, que sólo con que escarbáramos un poquito, ya parecería que estamos escribiendo una tesis doctoral.
                Volviendo al principio. La violencia de género no es un fenómeno aislado producido en una sociedad asentada en la igualdad. Aunque muchas veces así nos la presentan. Ni tampoco un show hollywoodiense que, irremediablemente, acaba convirtiendo uno de los mayores problemas que existen en la actualidad, en un espectáculo. Es un tentáculo más de una estructura jerárquica de la sociedad, que desde el principio de los tiempos ha confinado a la mujer a los fogones y a la invisibilidad. Por ello no está mal, y aquí puede parecer que me voy a contradecir, que el mundo del cine, el teatro y la cultura, levanten la voz denunciando la lacra de la desigualad y el abuso que el poder ejerce sobre las mujeres. Obvio decir “el poder masculino”, porque se entiende que el poder, en todas sus facetas es de los hombres. No está mal, porque ponen en primera línea mediática un problema grave, que todos conocemos, y todos ninguneamos.
                No sé si hoy las mujeres sufren más violencia y abuso que antes, o es que el problema está saltando las barreras del silencio impuesto por la cultura machista, y lo conocemos más. Me inclino a creer que es esto último lo que está sucediendo. Tampoco vamos a pensar que la mujer actual sufre la misma desigualdad que hace un siglo, o dos o tres. Aunque en lo básico, poco hemos avanzado, pues el conjunto de la sociedad sigue considerando a la mujer como la costilla de adán, la compañera de penas del hombre, la propiedad sin contrato, el objeto de deseo sexual o la que tiene que cargar sobre sus espaldas la pervivencia de la especia humana. Se avanza, pero poco y a regañadientes.
Sin embargo, seguimos sin tratar el problema como un todo. Como si fuese resultado de cinco mil años de desigualdad, que no vamos a cambiar en dos días. Porque no es sólo la desidia de los gobernantes, que no se toman en serio el problema y, por tanto, legislan tarde, mal y a destiempo. Es la actitud de la sociedad que no acaba de ver con malos ojos la discriminación que sufren las mujeres, como fuente del resto de sus males.
No se puede acabar con la violencia de género o el abuso sexual, si seguimos consintiendo que las mujeres ganen menos que los hombres; si negamos la discriminación positiva que obligue a equiparar hombres y mujeres en cualquier actividad, sea la que sea (a no ser que pensemos que no hay suficientes mujeres capaces como para igualarse a los hombres); si aceptamos que es la mujer la que tienen que sacrificar su carrera profesional para la crianza de los hijos; si seguimos marginando a las niñas en las competiciones deportivas; si, todavía, para muchos hombres, con o sin instrucción, las mujeres no dejan de ser seres inferiores u objetos de su propiedad.

Sólo con una educación integral, que haga entender a los hombres y las mujeres que todos somos iguales desde la diferencia; con  unas leyes duras, durísimas contra los maltratadores y abusadores; con el aislamiento social de quienes ejercen abusos o maltrato;  con la pérdida del miedo de los hombres a decir lo que pesamos frente a otros hombres; con la finalización de las actitudes que tratan de enfrentar a mujeres contra hombres, como si estos fueran todos unos hooligans del machismo. Sólo si somos capaces de derribar los muros que desde el poder se levantan contra las mujeres, como un acto más de dominación de la sociedad, podremos mirar a la cara un problema que debería sonrojarnos la nuestra. Y, de paso, poner fin a una sociedad cargada de testosterona, que indefectiblemente acaba haciendo uso de la violencia, por quien tiene el poder, contra todo lo que considera de su propiedad y trata de revolverse.

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