Publicado en Levante de Castellón el 26 de enero de 2018
No acabo de entender cómo esta
sociedad no está escandalizada por la violencia, dura y blanda, que se ejerce
sobre las mujeres. Claro, que tampoco entiendo cómo los corruptos siguen
gobernando, la Iglesia continúa sin pagar impuestos y el crecimiento económico
ahonda aún más en la desigualdad. Parece que vivimos en una sociedad en la que
el disparate es la moneda habitual de relacionarnos. Fijamos nuestro interés en
el humo que nos lanzan desde los grandes medios de comunicación, para que,
cegados, no prestamos atención a lo que verdaderamente nos concierne. Y no es
que pretenda hacer aquí un análisis sesudo de la situación actual de la
sociedad; para eso hay doctos y letrados. Es tanta la superficialidad con que
tratamos problemas de gran enjundia, que sólo con que escarbáramos un poquito,
ya parecería que estamos escribiendo una tesis doctoral.
Volviendo
al principio. La violencia de género no es un fenómeno aislado producido en una
sociedad asentada en la igualdad. Aunque muchas veces así nos la presentan. Ni
tampoco un show hollywoodiense que, irremediablemente, acaba convirtiendo uno
de los mayores problemas que existen en la actualidad, en un espectáculo. Es un
tentáculo más de una estructura jerárquica de la sociedad, que desde el
principio de los tiempos ha confinado a la mujer a los fogones y a la
invisibilidad. Por ello no está mal, y aquí puede parecer que me voy a
contradecir, que el mundo del cine, el teatro y la cultura, levanten la voz
denunciando la lacra de la desigualad y el abuso que el poder ejerce sobre las
mujeres. Obvio decir “el poder masculino”, porque se entiende que el poder, en
todas sus facetas es de los hombres. No está mal, porque ponen en primera línea
mediática un problema grave, que todos conocemos, y todos ninguneamos.
No
sé si hoy las mujeres sufren más violencia y abuso que antes, o es que el
problema está saltando las barreras del silencio impuesto por la cultura
machista, y lo conocemos más. Me inclino a creer que es esto último lo que está
sucediendo. Tampoco vamos a pensar que la mujer actual sufre la misma
desigualdad que hace un siglo, o dos o tres. Aunque en lo básico, poco hemos
avanzado, pues el conjunto de la sociedad sigue considerando a la mujer como la
costilla de adán, la compañera de penas del hombre, la propiedad sin contrato,
el objeto de deseo sexual o la que tiene que cargar sobre sus espaldas la pervivencia
de la especia humana. Se avanza, pero poco y a regañadientes.
Sin embargo,
seguimos sin tratar el problema como un todo. Como si fuese resultado de cinco
mil años de desigualdad, que no vamos a cambiar en dos días. Porque no es sólo
la desidia de los gobernantes, que no se toman en serio el problema y, por
tanto, legislan tarde, mal y a destiempo. Es la actitud de la sociedad que no
acaba de ver con malos ojos la discriminación que sufren las mujeres, como
fuente del resto de sus males.
No se puede acabar
con la violencia de género o el abuso sexual, si seguimos consintiendo que las
mujeres ganen menos que los hombres; si negamos la discriminación positiva que
obligue a equiparar hombres y mujeres en cualquier actividad, sea la que sea (a
no ser que pensemos que no hay suficientes mujeres capaces como para igualarse
a los hombres); si aceptamos que es la mujer la que tienen que sacrificar su
carrera profesional para la crianza de los hijos; si seguimos marginando a las
niñas en las competiciones deportivas; si, todavía, para muchos hombres, con o
sin instrucción, las mujeres no dejan de ser seres inferiores u objetos de su
propiedad.
Sólo con una
educación integral, que haga entender a los hombres y las mujeres que todos
somos iguales desde la diferencia; con
unas leyes duras, durísimas contra los maltratadores y abusadores; con
el aislamiento social de quienes ejercen abusos o maltrato; con la pérdida del miedo de los hombres a
decir lo que pesamos frente a otros hombres; con la finalización de las
actitudes que tratan de enfrentar a mujeres contra hombres, como si estos
fueran todos unos hooligans del machismo. Sólo si somos capaces de derribar los
muros que desde el poder se levantan contra las mujeres, como un acto más de
dominación de la sociedad, podremos mirar a la cara un problema que debería
sonrojarnos la nuestra. Y, de paso, poner fin a una sociedad cargada de
testosterona, que indefectiblemente acaba haciendo uso de la violencia, por quien
tiene el poder, contra todo lo que considera de su propiedad y trata de
revolverse.
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