Publicado en Levante de Castellón el 29 de septiembre de 2017
Estado de Derecho son las nuevas
palabras. Se invocan aquí y allá como un mantra sagrado para alejar los
demonios que acechan la manera de pensar del poder. El político de turno sale,
estira el cuello (ahora entendemos por qué estaba tan de moda la gola en los arrogantes
funcionarios de la monarquía de los Austrias) para colmarse de dignidad
embutida de razón y dispara: “España es un estado de derecho y no puede
consentir que se vulnere desde Cataluña”. Es curioso que se utiliza el nombre
de España en tercera persona, como si fuera una entidad única por encima de los
españoles y no la suma de millones de entidad individuales que forman un
colectivo. Y desde Cataluña se invoca a la justicia universal, histórica y
démosle tiempo al tiempo para que divina, en la reclamación de querer tener un
estado de derecho propio, después de haberse saltado todas las normas del
estado de derecho para aprobar las leyes que les conducirán hacia la gloria de
la independencia.
Es
cierto que un país se debe sustentar sobre un cuerpo de leyes que regulen la
convivencia, un contrato social que ya fue formulado por Rouseau. A este
compendio de normas y leyes se le
denomina estado de derecho. Nada que objetar a esto. Pero un estado de derecho
puede ser una democracia, pero también una dictadura. En ambos casos el estado
se sostiene por un cuerpo jurídico que lo regula. Luego entonces, como no es
posible que haya estado sin normas, en una democracia, para diferenciarse de
cualquier otra forma de gobierno autoritario, deberíamos hablar de estado de
derechos. Porque lo que distingue a los ciudadanos de un país democrático de
otro que no lo es, son los derechos. Los deberes vendrán definidos por esos
derechos.
Cuando
desde el nacionalismo de derechas e izquierdas de ambas orillas del Ebro, se
invoca al estado de derecho, uno tiene la sensación de que éste se utiliza más
como garrote contra el otro, que como ofrecimiento para regular la convivencia
en un contrato social satisfactorio para ambas partes. Porque todo se puede
cambiar; cualquier ley, incluso las religiosas, está hecha por los hombres
(entiéndase hombres en sentido genérico) y, por tanto, lo que el hombre hace lo
puede deshacer el hombre.
¿De
qué estado de derecho hablan? ¿Del que está condenando a miles de personas
a la pobreza? ¿Del que está convirtiendo
a la clase trabajadora en los nuevos esclavos del siglo XXI? ¿Del que consiente
años tras año que la brecha salarial entre hombres y mujeres continué? ¿Hablan
del estado de derecho que modificó en quince días el artículo 135 de la Constitución, esa que esgrimen como un
santo santorum, para no hacer nada que perjudique a la élite de este país, que
puso una alfombra roja a los recortes que están dilapidando el estado de
bienestar? ¿Es el estado derecho el que permite al parlamento de Cataluña
saltarse todas las normas y reglamentos que él mismo se ha dado, con el único
propósito de laminar toda disidencia al proceso independentista? ¿El mismo que
se salta el gobierno central a la torera para menospreciar la sentencia del
Constitucional contra su Ley de Amnistía? ¿El estado de derecho del “Luís se
fuerte”, que ha consentido y mantenido años de corrupción del rey para abajo,
sin que estén todos y cada uno de los corruptos penando por sus delitos? ¿Un
estado de derecho que adoctrina a los niños y niñas en las escuelas en la
ideología del poder nacionalista? ¿Es el estado de derecho que tanto reclaman,
el que niega que la gente puede votar, con todas las de la Ley, para expresar
lo que piensan o quieren?
El
estado de derecho que invocan es el de la Ley Mordaza, el de la persecución a
la libertad de expresión, y quién sabe si pronto a la libertad de pensamiento;
el que trata de silenciar en Cataluña a quienes no son independientes y en el
resto de España a quienes reclaman el derecho a decidir.
Al
final a uno le queda la sensación de que lo de Cataluña es una excusa para
seguir invocando un estado de derecho, que sólo beneficia a quienes ostentan el
poder o quieren ostentarlo, ocultando con una espesa capa de dogmatismo
político los verdaderos problemas que tenemos los españoles y por extensión los
catalanes.
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