Publicado en Levante de Castellón el 6 de julio de 2017
Pasados los fastos planetarios
del “orgullo gay” volvemos a la cruda realidad.
No es que yo tenga nada en contra de la gran fiesta reivindicativa de
derechos civiles que supone el world pride, que tiene como epicentro mundial
Madrid, al contrario, me parece maravilloso que se luche por lo que sea
festivamente, siempre que el colorido de los farolillos no acabe tapando el
fondo de la cuestión. Pero, apagadas las cámaras y restablecido el tráfico de
la ciudad, la realidad se impone y la discriminación machista sigue campeando
por este país como Pedro por su casa. Eso, por no hablar de la violencia que el
machismo despliega sobre lgtb’s, mujeres y todo aquel que la sociedad considere
débil, trufada de agujeros del sistema
por los que respira.
La
desigualdad debería ser una vergüenza en la sociedad moderna del siglo XXI, y
sin embargo la aceptamos como si fuera una compañera de viaje fea, feísima, a
la que estamos acostumbrados a ver. Sobre todo la desigualdad de género, por
suponer, muchas veces, una doble o triple discriminación, tan latente en nuestra sociedad que no somos conscientes de
la injusticia que representa para más la mitad de la humanidad.
Hablemos
de la situación de la desigualdad entre
géneros, que no sólo no mejora, sino que en las nuevas generaciones hay un
rebrote de tufillo machista, que no únicamente se manifiesta en el control que
los muchachitos machitos quieren ejercer sobre sus novias o amadas. No se
cuestionan que sigan existiendo discriminaciones hacia las mujeres, muy
similares a las que había en la generación de sus padres, a pesar de que en
muchos aspectos se ha avanzado legalmente. Y ese es el quid de la cuestión: que
se avanza en leyes, pero la mentalidad de la sociedad sigue estancada,
desvirtuando el esfuerzo que desde el feminismo se viene haciendo por la
equiparación de derechos y oportunidades reales.
Fijémonos:
Las mujeres no sólo cobran menos que los hombres, que ya de por sí debería
sonrojarnos a los hombres y a quienes del sexo opuesto justifican esta
discriminación, es que en muchas actividades, además, tiene que estar buenas,
muy buenas, macizas, para que simplemente encuentren un trabajo o para tener un
salario más alto con sus compañeras menos agraciadas. Algo que incluso se ve
con cierta condescendencia desde la sociedad –en determinadas actividades
económicas el trabajo cara al público sólo lo ejercen mujeres jóvenes y
guapas-, sin llegar a cuestionarse que el machismo no sólo reside en los
comportamientos violentos, sino que se esconde en otros muchos que vemos con
buenos ojos.
A
la lucha que vienen haciendo las organizaciones feministas y los sindicatos
contra esa discriminación salarial, que está patente en todos los niveles
sociales -hay tenemos la denuncia que muchas actrices están haciendo sobre la
gran diferencia salarial entre ellas y sus compañeros, a pesar de tener papeles
protagonistas iguales- ahora se empieza a revelar el gran machismo que existe
en el deporte. Niñas, que no pueden salir ni siquiera a recoger el trofeo que
ha ganado el equipo en el que juegan, por la única razón de ser niñas. Chicas florero en el tenis, el
motociclismo, el automovilismo el ciclismo, etc., etc., etc. Surfistas, tenistas…,
campeonas, número uno en los rankings, ven como sus ingresos se ven superados
por otras que tiene un físico del agrado de la industria, que están mucho más
abajo en la lista que ellas.
Cosificación
de la mujer: “una mujer despedida por negarse a llevar sujetador”, “tres
mujeres despedidas de una gasolinera por negarse a llevar minifalda”…, que ve cómo su vida profesional empieza a
estar directamente relacionada con su cuerpo, y las exigencias de una industria
cada vez más ávida de ingresos, aunque estos sean alimentando el machismo
latente en los poros de nuestra sociedad.
La pregunta: ¿Es
posible que no haya violencia machista en una sociedad que acepta el papel
subsidiario y al servicio de los gustos masculinos de la mujer?
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