domingo, 9 de abril de 2017

Amordazados

Publicado en Levante de Castellón el 8 de abril de 2017

La condena de la Audiencia Nacional a Cassandra Vera a un año de cárcel y siete de inhabilitación por contar chistes sobre Carrero Blanco, ha sido la toma de temperatura de la fiebre de fascismo moderno que está instalada en los círculos de poder del país. Hace ahora cuarenta años que se legalizó el PCE, en un alarde de gran valentía de Adolfo Suárez y algunos, no todos, de los miembros de su gobierno, que contra el viento y la marea del franquismo instalado en las principales instituciones del Estado, incluida la Corona, decidieron que un país sin libertad nunca podía ser una verdadera democracia. Entonces, incluso los que nunca habíamos sido comunistas, creímos que la libertad estaba llegando a España y que con ella todos los muros de la intolerancia y el miedo a la represión del aparato dictatorial que sostenía el franquismo se desvanecerían y podríamos vivir en una sociedad donde cada cual pudiera expresar lo que quisiera. Y así ha sido durante muchos años, cuando los tribunales ejercían de garante de esa libertad de expresión, sin la cual la democracia es papel mojado.
                Hasta que el postfraquismo se ha quitado la careta de demócrata que ocultaba su verdadera faz, el único límite que tenía la libertad de expresión era que alguien ofendido, particularmente,  ejerciera su derecho a una reparación ante los tribunales. Pero desde hace muy poco años, es decir, desde que la derecha más cavernícola ha conseguido hacerse con los mandos de la mayoría de las instituciones del país –recordemos que el ministro del Interior durante el último periodo de legislatura, es un miembro afín a la ultraderecha nacional católica- la censura, y lo que es peor, la punición por la expresión libre de lo que cada uno piensa, ha vuelto a regir nuestros actos públicos, con el único fin de volver a instalar en nuestro interior el miedo a expresarnos, no vaya a ser que nos pase como a Cassandra y a tantos otros músicos, sindicalistas, tuiteros, blogueros, periodistas, activistas sociales, etc. Estamos pues, ante la esencia del fascismo: reprimir, utilizando todos los resortes del Estado, cualquier manifestación disidente que no entre dentro de los cánones que el poder puede aceptar, para no ver comprometidos sus intereses.
                Hace tiempo que expertos juristas vienen cuestionando la existencia de la Audiencia Nacional, heredera del Tribunal de Orden Público (TOP), que en la dictadura era el órgano judicial represor de la oposición por excelencia. Quizá, durante los años de terrorismo etarra tuviera razón de ser, pero desaparecido este, la vuelta a sus orígenes de represión de disidencias, es lo único que le otorga una justificación para que siga existiendo. De ahí que se esmere tanto en condenas por delitos que hace pocos años no se consideraban como tal, más de cuarenta y ocho desde 2014,  que son un atentado directo contra la libertad de expresión, curiosamente todas dirigidas al mismo lado ideológico, ese que cuestiona, con humor o sin él, el absurdo de la democracia que tenemos en España actualmente. 
                Con el terrorismo de ETA finiquitado, el de los GRAPO, los GAL, y demás grupos sostenidos desde las cloacas del Estado enterrado, y el yihadista supuestamente bajo control, según nos hacen creer desde el gobierno, el delito de enaltecimiento de terrorismo se ha convertido en un anacronismo jurídico, que debería desaparecer, salvo que se esté usando como vara de castigo contra la libertad de expresión.  Pero  no nos ha extrañar que exista todavía,  porque en los últimos años todas las modificaciones del código penal, las leyes de seguridad ciudadana y alguna que otra que siempre se cuela de tapadillo escondida en la letra pequeña de otras leyes, han sido aprobadas con el único objetivo de silenciar a la ciudadanía, de impedir que las protestas ciudadanas o las manifestaciones en redes sociales, pongan al descubierto en qué se están convirtiendo este país y quiénes son los responsables de ello.


                Produce pavor escuchar a algunos voceros del Régimen escandalizarse porque se hacen chistes sobre Carrero Blanco en las redes, ahora víctima del terrorismo,  para justificar la condena a Cassandra Vera; los mismos que no tardan en alimentar bulos y levantar falsos testimonios contra quienes consideran enemigos de la gente de bien, es decir, sus amigos ideológicos. Vuelven a utilizar a las víctimas de terrorismo como porra para golpear la libertad de expresión, convirtiéndolas, con el consentimiento interesado de algunas, en el refugio donde secuestrar las libertades ciudadanas. Hasta tal punto, que reírse de la figura de  un alto dirigente franquista te puede costar la cárcel, con la excusa torticera de que ha sido una víctima del terrorismo. Ciertamente lo fue, aunque sobre la mano negra que hubo detrás, todavía la historia no ha dicho la última palabra. Pero comparar a Carrero Blanco, el hombre llamado a perpetuar el franquismo en España –la dictadura más salvaje y amoral que ha habido en occidente en los últimos setenta años, con miles de muertos y desaparecidos, que todavía hoy el Estado se niega a reconocer-,  con concejales, guardias civiles, policías, civiles, militares, etc., muertos en atentados de ETA, es un insulto a las víctimas y a la ciudadanía, y una broma de mal gusto; eso sí que es un chiste de humor negro, negrísimo, y sin embargo nadie pide, ni sería de recibo hacerlo, que encarcelen a quienes sostiene este disparate intelectual. Porque la diferencia entre los demócratas (y aquí me estoy refiriendo a todos los que realmente lo son a derechas e izquierdas) y los que no lo son, reside, entre otras muchas cosas, en que no queremos que nadie vaya a la cárcel por ejercer el derecho a expresarse con libertad, aunque algunas opiniones nos chirríen o nos disgusten.  

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