Foto: Autor desconocido
De González de la Cuesta
Hubo
un tiempo que las librerías eran lugares donde los amantes de la lectura podían
encontrarse con los libros, no sólo físicamente, sino también intelectual y
espiritualmente. El lector sabía que entre las estanterías encontraría su tesoro,
el que le proporcionaría algunas horas de placer y conocimiento, y el libro
descansaba, plácidamente, sabedor de que era el objeto de culto de quienes
cruzaban el umbral que separaba el mundo real del mundo de las letras, que no
es ni más ni menos cruel, pero sí más divertido.
En ese tiempo, el orden de las
cosas guardaba un cierto pudor y los libros estaban en su sitio, al resguardo
de la mano larga del mercado, que los ha convertido en objetos mercantiles,
sujetos, no a su valor cultural, sino al valor crematístico que puedan tener.
Por eso, hoy los libros ya no se consideran un bien espiritual, que produce
placer, nos hacen viajar o nos ensanchan la mente. No, hoy el libro es una
cifra en la cuenta de resultados de las grandes editoriales. Los podemos
encontrar en grandes superficies, al lado de la leche o los productos de
limpieza, o en las gasolineras, junto a los chicles y chocolatinas. Cualquier
lugar es bueno si produce beneficios.
Esta desnaturalización de los libros, convertidos en
objetos de consume acrítico y sujetos a las leyes del marketing y del mercado,
está provocando que disminuya el número de lectores, también por la falta de
interés político por el fomento de la lectura y el desdén de la educación hacia
la literatura, al dejar de ser un instrumento de culturización y tener que
competir con otros objetos de consumo. En la banalización de la sociedad a la
que nos están sometiendo los poderes públicos y privados, preferimos gastarnos
el dinero en copas que comprar un libro. Así las grandes editoriales, con el
único fin de optimizar gastos y obtener beneficios por la vía rápida, están inflando
una burbuja de editorial de incalculables consecuencias. No deja de resultar
llamativo que las últimas publicaciones duran en las librerías el tiempo que
tarda la editorial en sacar otra que la sustituya.
Pero para ser exactos, no es que desaparezcan. Es que muchos
libreros han entrado en ese juego de mercantilización del libro, perdiendo el
papel de experto al que se acudía en busca de su consejo, que conocía a sus
clientes y les informaba de las novedades, convirtiendo las librerías en
grandes supermercados del libro, donde, incluso para ellos, es difícil
aconsejarte donde se encuentra un libro. Cuando, por ejemplo, organizan una
firma de libros, no se hace para propiciar un encuentro entre lectores y autor,
se hace con el único fin de intentar vender ese día más ejemplares de ese libro
en concreto. Y a veces ni eso.
No se venden pocos libros sólo por la crisis actual. Una
parte importante de responsabilidad la tienen las librerías, que ha hecho
dejación de sus funciones, para convertirse en puntos de venta de un objeto de
consumo que se llama libro. Si la librería no vuelve a ser ese espacio de
encuentro entre lectores y libros, y no se convierte en un ámbito de dinamización
cultural en torno al libro y la literatura, en el que escritores, lectores y
libreros deben coincidir, para fomentar la lectura, y compartir el gusto por la
literatura, el futuro de muchas de ellas se dibuja negro. Porque si el libro es
un factor más de ocio, al final, será más rentable cerrar y poner una
hamburguesería, que vender libros. Y todos habremos perdido.
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