martes, 14 de enero de 2014

El libro como objeto de consumo

                                                                                                   Foto: Autor desconocido

De González de la Cuesta

Hubo un tiempo que las librerías eran lugares donde los amantes de la lectura podían encontrarse con los libros, no sólo físicamente, sino también intelectual y espiritualmente. El lector sabía que entre las estanterías encontraría su tesoro, el que le proporcionaría algunas horas de placer y conocimiento, y el libro descansaba, plácidamente, sabedor de que era el objeto de culto de quienes cruzaban el umbral que separaba el mundo real del mundo de las letras, que no es ni más ni menos cruel, pero sí más divertido.
                En ese tiempo, el orden de las cosas guardaba un cierto pudor y los libros estaban en su sitio, al resguardo de la mano larga del mercado, que los ha convertido en objetos mercantiles, sujetos, no a su valor cultural, sino al valor crematístico que puedan tener. Por eso, hoy los libros ya no se consideran un bien espiritual, que produce placer, nos hacen viajar o nos ensanchan la mente. No, hoy el libro es una cifra en la cuenta de resultados de las grandes editoriales. Los podemos encontrar en grandes superficies, al lado de la leche o los productos de limpieza, o en las gasolineras, junto a los chicles y chocolatinas. Cualquier lugar es bueno si produce beneficios.
Esta desnaturalización de los libros, convertidos en objetos de consume acrítico y sujetos a las leyes del marketing y del mercado, está provocando que disminuya el número de lectores, también por la falta de interés político por el fomento de la lectura y el desdén de la educación hacia la literatura, al dejar de ser un instrumento de culturización y tener que competir con otros objetos de consumo. En la banalización de la sociedad a la que nos están sometiendo los poderes públicos y privados, preferimos gastarnos el dinero en copas que comprar un libro. Así las grandes editoriales, con el único fin de optimizar gastos y obtener beneficios por la vía rápida, están inflando una burbuja de editorial de incalculables consecuencias. No deja de resultar llamativo que las últimas publicaciones duran en las librerías el tiempo que tarda la editorial en sacar otra que la sustituya.
Pero para ser exactos, no es que desaparezcan. Es que muchos libreros han entrado en ese juego de mercantilización del libro, perdiendo el papel de experto al que se acudía en busca de su consejo, que conocía a sus clientes y les informaba de las novedades, convirtiendo las librerías en grandes supermercados del libro, donde, incluso para ellos, es difícil aconsejarte donde se encuentra un libro. Cuando, por ejemplo, organizan una firma de libros, no se hace para propiciar un encuentro entre lectores y autor, se hace con el único fin de intentar vender ese día más ejemplares de ese libro en concreto. Y a veces ni eso.

No se venden pocos libros sólo por la crisis actual. Una parte importante de responsabilidad la tienen las librerías, que ha hecho dejación de sus funciones, para convertirse en puntos de venta de un objeto de consumo que se llama libro. Si la librería no vuelve a ser ese espacio de encuentro entre lectores y libros, y no se convierte en un ámbito de dinamización cultural en torno al libro y la literatura, en el que escritores, lectores y libreros deben coincidir, para fomentar la lectura, y compartir el gusto por la literatura, el futuro de muchas de ellas se dibuja negro. Porque si el libro es un factor más de ocio, al final, será más rentable cerrar y poner una hamburguesería, que vender libros. Y todos habremos perdido.    

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