martes, 18 de noviembre de 2025

¡Franco ha muerto!

 


No recuerdo muchas cosas de la muerte de Franco, salvo que a los españoles se nos abría una ventana por donde podía entrar el aire fresco que se respiraba en otros países de Europa, permitiéndonos salir de varias décadas en donde sucedían cosas que hoy no se entenderían, a pesar del entusiasmo de muchos que se acercan a la extrema derecha nostálgica del franquismo, que nunca nombran como dictadura, en su intento de blanquear a Franco y su régimen dictatorial.

Cuando Franco murió yo tenía diecisiete años, y a pesar de la edad, que hoy podríamos considerar temprana, pero que en los años setenta del siglo pasado era más que suficiente para tener un cierto grado de madurez, que de la misma manera que nos permitía trabajar desde los catorce años, nos hacía mirar la realidad política y social que nos rodeaba con los ojos muy abiertos, inmersos en el ambiente de cambio y deseo democrático que se respiraba en la sociedad, fuera de los círculos más afines a Franco. No tanto porque fuéramos unos grandes teóricos de la democracia, sino porque éramos cada vez más conscientes de que nuestra vida no se parecía en nada a la de nuestros vecinos del norte.

Teníamos necesidad de cambio, porque las noticias de cómo se vivía en Europa llegaban sin cesar, por efecto de la emigración, porque viajábamos más al extranjero, y gracias al cine, que nos enfrentaba a nuestra pobre realidad, a pesar de los esfuerzos de la censura. Pero no sólo el cine: las artes plásticas, la literatura, el teatro, la música y todas aquellas manifestaciones culturales que la dictadura de Franco no podía controlar directamente, como lo hacía con la televisión (había únicamente una cadena, TVE) o las cadenas de radio, que sólo podían emitir las noticias que servía RNE, llevaban tiempo preparando el camino intelectual y mental para el gran cambio hacia la democracia, una vez adquirida la conciencia de que esta sólo podría llegar con la muerte del dictador.

España y los españoles ya habíamos cambiado el paso desde mediados de los años sesenta, cuando el “gran milagro económico español”, de la mano de los intereses geoestratégicos de EEUU, se había empezado a producir, y el dinero de los “americanos” empezó a llover en forma de inversiones, a cambio de convertirnos en sus fieles escuderos en Europa. La apertura decretada por Estados Unidos en la ONU hacia el régimen de Franco, hizo que España se convirtiera en un país turístico, al que ya los turistas occidentales, con sus salarios estratosféricos para cualquier español de a pie, podían venir a pasar las vacaciones sin mancillar su conciencia. El turismo fue otro factor de apertura mental de los españoles, determinante para el cambio político que se produjo cuando el dictador murió, después de una cruel agonía, que nos hacía desear, cada vez que salía el equipo médico habitual, que se muriera ya, más por misericordia, que por urgencia política.

De la muerte de Franco me enteré el 20 de noviembre, cuando subí al autobús para ir a trabajar y un señor tenía desplegado el diario Ya, proclamando en la portada, a grandes letras: “FRANCO HA MUERTO”, sobre un retrato del dictador vestido como un apacible abuelito. Ese fue el preludio de un silencio espectral, que se respiraba entre los que íbamos en aquel autobús de la línea 60 de la EMT de Madrid. Cada uno de nosotros, ensimismados en nuestros pensamientos, todavía ocultos por temor a que algún elemento de la brigada político social estuviera de servicio en el autobús; el miedo y la prudencia a cuarenta años de dictadura no se quita de golpe por la portada de un diario. Pero estoy seguro, que siendo un autobús de un barrio obrero, en el fuero interno de cada uno de los viajeros iba creciendo una satisfacción contenida, que al llegar al trabajo estallaría entre los compañeros. Como así me sucedió a mí, al entrar en el banco donde trabajaba y tras la noticia de que ese día se cerraba a las once de la mañana, por respeto al insigne finado, nos reunimos en la cafetería todos los que ya nos dedicábamos a un incipiente sindicalismo, y algunos más, para celebrarlo con café y champán, lo del cava todavía no se llevaba, mientras un lánguido Arias Navarro, con impostada tristeza y llanto forzado, leía un supuesto testamento político de Franco a los españoles.

Hasta la muerte de Franco no puedo decir que tuviera una conciencia política muy afianzada. Como un joven barbilampiño de la época, criado en un barrio obrero en donde la Asociación de Vecinos era un lugar de lucha política, más allá de los problemas del barrio, que no eran pocos -en Orcasitas había una intensa exigencia social en defensa de nuestras casas que se resquebrajaban después de haber sido construidas quince años atrás-, y dando los primeros pasos a una larga actividad sindical, que duró más de treinta y cinco años, todo era una amalgama de confusión y, a la vez, esperanza en el futuro. Vivir toda tu infancia en una dictadura, no es algo que se diluye de la noche a la mañana, y si el deseo de que Franco desapareciera, y con él su régimen nacionalcatólico, era grande, el espacio para las contradicciones era demasiado grande. A pesar de haber visto, con una capacidad de crítica más ajena que propia, bastantes perversidades políticas y situaciones, que si en el momento de vivirlas no ejercieron un poder disidente claro, sí, conforme la conciencia democrática avanzaba, empezaron a tener la dimensión real de vivir en una sociedad reprimida, triste, aburrida y temerosa.

Ya desde julio de 1974, cuando Franco tuvo que ser ingresado y la jefatura del estado cayó, provisionalmente, en su sucesor borbón Juan Carlos, nos dimos cuenta de que la dictadura estaba tocando a su fin y que la democracia sólo iba a llegar si el pueblo (utilizo el término que se usaba en la época) se remangaba y se lanzaba a la calle a exigirla frente a las tentaciones inmovilistas que el Régimen iba a tener. Pero fue la muerte de Franco la que supuso un punto de inflexión en la sociedad española, tan aficionada a los refranes, y ya saben: “Muerto el perro se acabó la rabia”. Había tardado tanto en morirse que dio tiempo a que sus seguidores se atoraran, como esas máquinas viejas que de tanto usarlas se acaban desengrasando y perdiendo fuelle, y que la oposición democrática, que era mucha y abarcaba casi todo el arco político, se pudiera preparar con calma para lo que vendría después de la desaparición del dictador. Y lo que vino fue la Transición, tan necesaria y tan dura, con las calles llenas de manifestaciones exigiendo democracia y la cultura, el mundo empresarial y el intelectual volcados en una normalización democrática que no podía esperar.

Si la Transición se quedó corta, fue indulgente con muchos franquistas y poco empática con las víctimas del franquismo más cruel, eso es motivo de otros escritos. Lo cierto es que en esa época, sin la perspectiva histórica actual, sólo queríamos ser un país libre y democrático. Como alguien dijo en otro momento: “A toro pasado, todos somos Manolete”. Pero lo que no es aceptable después de cincuenta años liberados de Franco y su dictadura, es que la extrema derecha reivindique y blanquee el franquismo, con el silencio cómplice de no pocos medios de comunicación, y mucho menos que el rey borbón emérito blanquee a Franco como impulsor en su lecho de muerte de la democracia, en esa especie de memorias justificativas de sus desafueros, que parecen más un tiro en el pie tan habitual en su familia, que una reflexión política seria de sus años de reinado.

Pasado el tiempo, la muerte de Franco supuso que España entrara en una de las etapas más fructíferas, en todos los sentidos, de su historia, por medio siglo. Quizá deberíamos defender eso y explicárselo a los jóvenes que se dejan seducir por cantos de sirena envueltos en la bandera de España una, grande y libre, que sólo esconden el regreso al pasado más cruel de nuestra historia.


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