No recuerdo
muchas cosas de la muerte de Franco, salvo que a los españoles se nos abría una ventana por donde podía entrar el aire fresco que se respiraba en otros
países de Europa, permitiéndonos salir de varias décadas en donde sucedían
cosas que hoy no se entenderían, a pesar del entusiasmo de muchos que se
acercan a la extrema derecha nostálgica del franquismo, que nunca nombran como
dictadura, en su intento de blanquear a Franco y su régimen dictatorial.
Cuando
Franco murió yo tenía diecisiete años, y a pesar de la edad, que hoy podríamos
considerar temprana, pero que en los años setenta del siglo pasado era más que
suficiente para tener un cierto grado de madurez, que de la misma manera que
nos permitía trabajar desde los catorce años, nos hacía mirar la realidad
política y social que nos rodeaba con los ojos muy abiertos, inmersos en el
ambiente de cambio y deseo democrático que se respiraba en la sociedad, fuera
de los círculos más afines a Franco. No tanto porque fuéramos unos grandes
teóricos de la democracia, sino porque éramos cada vez más conscientes de que
nuestra vida no se parecía en nada a la de nuestros vecinos del norte.
Teníamos
necesidad de cambio, porque las noticias de cómo se vivía en Europa llegaban
sin cesar, por efecto de la emigración, porque viajábamos más al extranjero, y
gracias al cine, que nos enfrentaba a nuestra pobre realidad, a pesar de los
esfuerzos de la censura. Pero no sólo el cine: las artes plásticas, la
literatura, el teatro, la música y todas aquellas manifestaciones culturales
que la dictadura de Franco no podía controlar directamente, como lo hacía con
la televisión (había únicamente una cadena, TVE) o las cadenas de radio, que sólo
podían emitir las noticias que servía RNE, llevaban tiempo preparando el camino
intelectual y mental para el gran cambio hacia la democracia, una vez adquirida
la conciencia de que esta sólo podría llegar con la muerte del dictador.
España y los
españoles ya habíamos cambiado el paso desde mediados de los años sesenta,
cuando el “gran milagro económico español”, de la mano de los intereses
geoestratégicos de EEUU, se había empezado a producir, y el dinero de los
“americanos” empezó a llover en forma de inversiones, a cambio de convertirnos
en sus fieles escuderos en Europa. La apertura decretada por Estados Unidos en
la ONU hacia el régimen de Franco, hizo que España se convirtiera en un país
turístico, al que ya los turistas occidentales, con sus salarios
estratosféricos para cualquier español de a pie, podían venir a pasar las
vacaciones sin mancillar su conciencia. El turismo fue otro factor de apertura
mental de los españoles, determinante para el cambio político que se produjo
cuando el dictador murió, después de una cruel agonía, que nos hacía desear, cada
vez que salía el equipo médico habitual, que se muriera ya, más por
misericordia, que por urgencia política.
De la muerte
de Franco me enteré el 20 de noviembre, cuando subí al autobús para ir a
trabajar y un señor tenía desplegado el diario Ya, proclamando en la portada, a
grandes letras: “FRANCO HA MUERTO”, sobre un retrato del dictador vestido como
un apacible abuelito. Ese fue el preludio de un silencio espectral, que se
respiraba entre los que íbamos en aquel autobús de la línea 60 de la EMT de
Madrid. Cada uno de nosotros, ensimismados en nuestros pensamientos, todavía
ocultos por temor a que algún elemento de la brigada político social estuviera
de servicio en el autobús; el miedo y la prudencia a cuarenta años de dictadura
no se quita de golpe por la portada de un diario. Pero estoy seguro, que siendo
un autobús de un barrio obrero, en el fuero interno de cada uno de los viajeros
iba creciendo una satisfacción contenida, que al llegar al trabajo estallaría
entre los compañeros. Como así me sucedió a mí, al entrar en el banco donde
trabajaba y tras la noticia de que ese día se cerraba a las once de la mañana,
por respeto al insigne finado, nos reunimos en la cafetería todos los que ya
nos dedicábamos a un incipiente sindicalismo, y algunos más, para celebrarlo
con café y champán, lo del cava todavía no se llevaba, mientras un lánguido
Arias Navarro, con impostada tristeza y llanto forzado, leía un supuesto
testamento político de Franco a los españoles.
Hasta la
muerte de Franco no puedo decir que tuviera una conciencia política muy
afianzada. Como un joven barbilampiño de la época, criado en un barrio obrero
en donde la Asociación de Vecinos era un lugar de lucha política, más allá de
los problemas del barrio, que no eran pocos -en Orcasitas había una intensa
exigencia social en defensa de nuestras casas que se resquebrajaban después de
haber sido construidas quince años atrás-, y dando los primeros pasos a una
larga actividad sindical, que duró más de treinta y cinco años, todo era una
amalgama de confusión y, a la vez, esperanza en el futuro. Vivir toda tu
infancia en una dictadura, no es algo que se diluye de la noche a la mañana, y
si el deseo de que Franco desapareciera, y con él su régimen nacionalcatólico,
era grande, el espacio para las contradicciones era demasiado grande. A pesar
de haber visto, con una capacidad de crítica más ajena que propia, bastantes
perversidades políticas y situaciones, que si en el momento de vivirlas no
ejercieron un poder disidente claro, sí, conforme la conciencia democrática
avanzaba, empezaron a tener la dimensión real de vivir en una sociedad
reprimida, triste, aburrida y temerosa.
Ya desde
julio de 1974, cuando Franco tuvo que ser ingresado y la jefatura del estado
cayó, provisionalmente, en su sucesor borbón Juan Carlos, nos dimos cuenta de
que la dictadura estaba tocando a su fin y que la democracia sólo iba a llegar
si el pueblo (utilizo el término que se usaba en la época) se remangaba y se
lanzaba a la calle a exigirla frente a las tentaciones inmovilistas que el
Régimen iba a tener. Pero fue la muerte de Franco la que supuso un punto de
inflexión en la sociedad española, tan aficionada a los refranes, y ya saben: “Muerto
el perro se acabó la rabia”. Había tardado tanto en morirse que dio tiempo a
que sus seguidores se atoraran, como esas máquinas viejas que de tanto usarlas
se acaban desengrasando y perdiendo fuelle, y que la oposición democrática, que
era mucha y abarcaba casi todo el arco político, se pudiera preparar con calma
para lo que vendría después de la desaparición del dictador. Y lo que vino fue
la Transición, tan necesaria y tan dura, con las calles llenas de
manifestaciones exigiendo democracia y la cultura, el mundo empresarial y el
intelectual volcados en una normalización democrática que no podía esperar.
Si la
Transición se quedó corta, fue indulgente con muchos franquistas y poco
empática con las víctimas del franquismo más cruel, eso es motivo de otros
escritos. Lo cierto es que en esa época, sin la perspectiva histórica actual,
sólo queríamos ser un país libre y democrático. Como alguien dijo en otro
momento: “A toro pasado, todos somos Manolete”. Pero lo que no es aceptable
después de cincuenta años liberados de Franco y su dictadura, es que la extrema
derecha reivindique y blanquee el franquismo, con el silencio cómplice de no
pocos medios de comunicación, y mucho menos que el rey borbón emérito blanquee
a Franco como impulsor en su lecho de muerte de la democracia, en esa especie
de memorias justificativas de sus desafueros, que parecen más un tiro en el pie
tan habitual en su familia, que una reflexión política seria de sus años de
reinado.
Pasado el
tiempo, la muerte de Franco supuso que España entrara en una de las etapas más
fructíferas, en todos los sentidos, de su historia, por medio siglo. Quizá
deberíamos defender eso y explicárselo a los jóvenes que se dejan seducir por
cantos de sirena envueltos en la bandera de España una, grande y libre, que
sólo esconden el regreso al pasado más cruel de nuestra historia.

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