¿Qué es Europa? ¿Un continente?
¿Una cultura común? ¿Una entidad política? Todo es cierto. Desde la geografía,
Europa es un continente, pequeño, pero por eso no deja de serlo. Desde la
cultura, que duda cabe, Europa, mejor los europeos, participamos de una cultura
común, con sus matices y diferencias regionales, forjada desde el paleolítico.
El problema viene cuando queremos definirla como una entidad política. No sería
exacto decir que no hay una manera común de entender la política, para todos
los europeos: la democracia, el estado de bienestar, el germen y desarrollo de
todos los “ismos” que ustedes puedan imaginar, un modo de entender la sociedad
y su gobierno desde la regulación de todas sus actividades públicas y privadas,
como instrumento de convivencia, libertad y desarrollo. En definitiva, hay
muchas cosas que pueden definir a Europa frente o al lado de otras regiones del
mundo.
Sin embargo, la conformación de un Estado Europeo,
en el que todas sus naciones y pueblos se cobijen bajo el mismo paraguas
legislativo y gubernamental, dista mucho de conseguirse. Incluso tras los
grandes avances que se han producido desde el ya histórico Tratado de Roma de
1957, que puso el germen de la unidad continental, aunque en ese momento sólo tuviera
un alcance económico, de desarrollo y seguridad atómica. Pero la semilla ya
estaba plantada y a la par que la Comunidad Europea se ensanchaba por el sur,
el este y el oeste, se iban dando pasos hacia una unidad más efectiva en todo
los campos. El tratado de Maastricht (1992), el Acuerdo de Schengen (1995), la
entrada en vigor del euro (2001) y el Tratado de Lisboa (2009), fueron un
impulso decisivo en el camino de la Unión. De hecho hoy, una gran parte de la
normativa que se aplica en la Unión Europea, viene aprobada y definida, bien
por la Comisión, bien por el Parlamento Europeo.
Es innegable, entonces, que los
países de Europa, han ido cediendo soberanía a las instituciones comunitarias
en la senda de la unidad, desde la diferencia, lo que no nos ha ido mal a los
europeos, que disfrutamos de uno de los niveles de vida y confort más elevados
del mundo. Pero no es suficiente.
La Unión Europea ha preferido
vivir bajo la tutela de los EEUU en aspectos como la seguridad o la dependencia
económica, una postura muy cómoda, que ha impedido dar pasos hacia la
conformación de ese Estado, que muchos deseamos, y ahora, en tiempos de
creciente neofascismo, muchos también lo cuestionan, cuando no lo niegan.
Además, esa dependencia económica y militar, se ha traducido en debilidad
política, en un mundo que se prepara para organizarse en grandes bloques, en el
que Europa cada vez tiene menos voz, el voto lo perdió hace tiempo por
delegación a los Estados Unidos, potencia peligrosa, no ya porque ahora la
gobierne un loco neofascista, sino porque, como todos los imperios que han
sido, ha entrado en una fase de decadencia, que la hace imprevisible.
A
la Unión Europea no le han faltado enemigos, que durante décadas han intentado
dinamitar el proyecto de una Europa federal y potente en el concierto
internacional. Los ha habido internos, como ejemplo puede servir Gran Bretaña,
y externos: aquí, más allá de Rusia, antigua URSS, no pocos estamentos han
tratado de socavarla desde EEUU. Está claro que en un mundo polarizado por dos
grandes potencias, una Unión Europea desligada de la tutela de Estados Unidos,
no le interesaba a nadie, y así, parece, que a muchos dirigentes y países de la
UE les resultaba cómodo.
Sin embargo, ese mundo dividido
entre las dos grandes potencias de la Guerra Fría ya no existe. Otros actores
han aparecido, disputándose un trozo del pastel, y el equilibrio surgido
después de la II Guerra Mundial se ha venido abajo, sobre todo por la irrupción
de China, como nueva potencia mundial; la desaparición de la URSS, devenida en
una Rusia mucho menos poderosa, pero que hace estragos en el mundo por seguir
siendo importante; el ascenso de algunos países emergentes como India, que empujan
por hacerse un hueco en el concierto de nuevas potencias; y el declive del imperio
estadounidense, que incipiente, muestra ya sus goznes oxidados, lo que, como he
dicho antes, lo convierte en una potencia peligrosa, al igual que Rusia, hasta
tal punto de permitir genocidios como el que Israel, su gendarme en Oriente Medio,
está cometiendo en Palestina, para no perder presencia en un territorio del
mundo que le interesa, sobre todo, por cuestiones estratégicas y económicas (petróleo).
Ahora toca el reparto de Ucrania.
Es en este contexto, en el que
debemos preguntarnos cuál es el papel de la Unión Europea y Europa. Porque la
debilidad y poca influencia que tiene en el concierto internacional, por mucho
que busquemos fuera de sus fronteras, está en el mismo centro y periferia del
continente. No son ni Putin ni Trump ni Netanyahu ni nadie allende los mares, los
culpables de la irrelevancia a la que se ve abocada en los últimos tiempos,
sino más bien su incapacidad para articular un proyecto común, poderoso en el
exterior y salvaguarda del modo de vida europeo: democrático, tolerante e
igualitario, basado en el estado de bienestar de sus ciudadanos, la solidaridad
entre regiones y el desarrollo económico sostenible, para lo que llegar a una fiscalidad
común se hace, cada vez, más necesaria. Un proyecto que debe guardarse las
espaldas. Para ello es más necesario que nunca un plan de defensa y seguridad,
basado en un ejército común europeo, que pueda sentarse en los organismos
internacionales, como la OTAN, con la suficiente autoridad, como para no tener
que ser el monaguillo de nadie.
No hay otro camino, si no queremos
que Europa muera de inanición. El nuevo esquema mundial, con dos sátrapas al
mando de las dos potencias más cercanas a Europa, se ha vuelto en su contra. Al
distanciamiento de Rusia, que ya era evidente desde que Putin se hizo con el poder,
se le suma ahora la ruptura matrimonial con Estados Unidos, socio o padre putativo
que ya no es de fiar, que con Donald Trump y la corte de nacionalismo tecnocapitalista
y ultraconservador que gobierna la otrora mayor democracia del mundo, deja a
Europa compuesta y sin novio, sola ante un mundo de vampiros ávidos de sangre
ajena. Si el nacionalismo que fracciona el continente en un puzle de intereses contrapuestos
sigue imperando en las instituciones europeas y en el propio mecanismo de
funcionamiento de la UE, nadie nos salvará de la derrota de un proyecto, que sólo
tiene dos caminos: o la irrelevancia, escuchando a Mozart, impuesta por el “aliado”
del otro lado del océano Atlántico, dispuesto a humillar a Europa hasta la subyugación
y el dominio colonial; o la profundización en la unidad continental en todos
los aspectos: político, económico, social, cultural, medioambiental, etc.,
hasta conseguir alzarse en el concierto de las potencias como un Estado
federal, democrático y con autoridad internacional. Ese es el gran reto, en un
momento en el que el neofascismo ultranacionalista crece en el continente, y
que me recuerda aquella frase de Mark Twain: “la historia no se repite, pero
rima”.
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