Me
van a permitir que copie, literalmente, el artículo 2 de la Versión Consolidada
del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea, firmado el 24 de julio de
2002: «La
Comunidad tendrá por misión promover, mediante el establecimiento de un mercado
común y de una unión económica y monetaria y mediante la realización de las
políticas o acciones comunes contempladas en los artículos 3 y 4, un desarrollo
armonioso, equilibrado y sostenible de las actividades económicas en el
conjunto de la Comunidad, un alto nivel de empleo y de protección social, la
igualdad entre el hombre y la mujer, un crecimiento sostenible y no
inflacionista, un alto grado de competitividad y de convergencia de los
resultados económicos, un alto nivel de protección y de mejora de la calidad
del medio ambiente, la elevación del nivel y de la calidad de vida, la cohesión
económica y social y la solidaridad entre los Estados miembros».
Este
es el espíritu que ha gobernado La Unión Europea desde su fundación en Roma, en
el año 1957, perfeccionado en su ambición de una mayor integración y el
desarrollo armónico de todas sus naciones y habitantes. No cabe la menor duda, de
que aquel proyecto que surgió al finalizar la Segunda Guerra Mundial con la
creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, para que
Europa cambiara su pasado de enfrentamientos y egos nacionales, por un futuro
de paz y progreso, ha sido un proyecto de éxito, a poco que echemos la vista
atrás y veamos cómo hemos evolucionado los europeos hacia una mayor calidad de
vida, en paz e integración.
Todo
ha sido posible a una vocación europeísta de los líderes surgidos tras la
Segunda Guerra Mundial, de indudable espíritu democrático (no olvidemos, que el
fin de aquella guerra supuso la victoria de la democracia frente al fascismo
que contaminó gran parte de Europa durante la primera mitad del siglo XX). Un
espíritu que supo compaginar el liberalismo con la social democracia, en lo que
el añorado José Vidal Beneyto revindicó como socialismo liberal, en la serie de
artículos que publico durante el mes de mayo de 2008 en el diario El País,
apelando a la definición que Carlo Roselli hizo en los años 20 del siglo
pasado. Para Vidal Beneyto, el socialismo liberal, cito textualmente: «conllevan
un proceso de hibridación que recorre la segunda mitad de siglo XX e inaugura
procesos de los que los principales son el liberalismo social entre los
liberales y el socialismo liberal en el ámbito socialista».
¿Qué ha sucedido, entonces, para que a las puertas de unas elecciones al Parlamento Europeo, los enemigos de la democracia, antieuropeístas, negacionistas e iluminados cósmicos, que durante décadas han estado marginados en Europa, por el desarrollo y la aplicación de políticas de una Unión Europea, que podríamos calificar, sin temor, de socialistas liberales, estén pugnando por tener una presencia significativa en la Unión Europea?
Este neoliberalismo rampante, que ha
sumido al capitalismo en la peor de sus versiones: la salvaje egocéntrica,
marcada por un fuerte individualismo que sólo tiene como principio el sálvese
quien pueda e idolatra el dinero, la fama y el poder, es el que está poniendo
en un grave riesgo las políticas de bienestar y desarrollo armónico del
continente, después de más de cuarenta años (podríamos decir que todo esto
empezó con Margaret Thacher y Ronald Reagan) de propaganda exhaustiva y bien
regada de dinero público y privado en los medios de comunicación, y en los
últimos años metida en nuestra cama, gracias a las redes sociales.
Neoliberalismo desregulador,
deslocalizador, insolidario, que en su máxima expresión ha sacado de las
catacumbas al neofascismo que creíamos superado en Europa, (permítanme que
discrepe de aquellos que se niegan a denominar como fascistas a todos esos
movimientos de extrema derecha que campan por Europa; simplemente es un
fascismo adaptado al siglo XXI). No hay extrema derecha que no sea defensora
del capitalismo salvaje, por mucho que lo quieran disfrazar de bondades para
los trabajadores y las clases menos favorecidas. De esto en España sabemos
bastante, los que más, después de cuarenta años de dictadura fascista; o es que
ya no nos acordamos de cómo vivía una gran parte de la población durante el
gobierno de Franco, la que no estaba rendida al Movimiento Nacional o era rica
de cuna o se hizo rica gracias a la corrupción que el franquismo les permitió
ejercer.
La Europa que hemos construido durante
las últimas décadas, es una Europa en la que el bienestar de sus ciudadanos no
ha caído del cielo, ha sido gracias a un gran impulso democrático de la
sociedad y sus dirigentes; a unos sindicatos combativos, y junto con las
patronales, receptivos a la negociación; a políticas que entendían que la
democracia no es viable sin un reparto justo de la riqueza, lo que nos conduce
a políticas fiscales pensadas en el sostenimiento del estado de bienestar, y
salarios dignos, que permitían planificar, a largo plazo, una vida. Pero
también, al convencimiento de que una sociedad justa no es viable si no se
implementan políticas reguladoras de todos los aspectos que la conforman:
economía, derechos, medio ambiente, igualdad, sanidad, educación, etc. Lo que
no ha significado un recorte de libertades ni de iniciativas, mas bien al
contrario, con unas reglas del juego bien definidas es todo más fácil y permite
que exista la sensación de seguridad jurídica, para cualquier acto de nuestra
vida.
Esta manera de entender la democracia no
cayó del cielo después de la Segunda Guerra Mundial. Ya hubo filósofos, a lo
largo de la historia del pensamiento europeo, que fueron marcando el camino.
Entre otros, Erasmo de Rotterdam predica sobre la libertad y la educación como
principios esenciales de una cultura civilizada. Hobbes, Rousseau y Locke
desarrollaron la idea del contrato social como un acuerdo de derechos y deberes
entre ciudadanos y/o entre estos y el Estado, que permitiera desarrollar leyes
a las que todos se someterían. Después vinieron Adam Smith y Carlos Marx, que sientan
las bases de cómo van a ser las relaciones económicas a lo largo del siglo XX.
Todos ellos y muchos otros contribuyeron, después de dos guerras letales para
Europa en el siglo pasado, marcadas por un nacionalismo pujante, a concebir la
filosofía que dio cuerpo político, económico y social a la Comunidad Europea
del Carbón y del Acero CECA, posteriormente la Comunidad Económica Europea CEE
y finalmente a la Unión Europea.
Dicho lo anterior volvamos a la
actualidad y el riesgo de que todo se desvanezca en una nueva vorágine
nacionalista, marcada por el ascenso de la extrema derecha, con sus afinidades
más o menos neofascistas y el negacionismo de todo aquello que le sirva para
destruir la democracia. Por lo que deberíamos hacer una pequeña reflexión y
preguntarnos qué ha sucedido, por qué en el lugar del mundo donde mejor se
vive, los movimientos destructivos de esa convivencia y bienestar, están en
auge. Quizá una mirada hacia la expansión del neoliberalismo más salvaje, que
se ha extendido por todo el continente, dejando a grandes capas de población
desfavorecidas y por tanto ajenas a lo que la UE les pueda proporcionar, no
vendría mal. Pero también al desarrollo de unas ideas que son de exacerbado
individualismo, en donde sólo importa “lo mío”, incluso en la capas de
población que sólo pueden vivir con dignidad cuando “lo de todos” se convierte
en un manto protector contra el capitalismo feroz.
No hay posibilidad de mejorar nuestra
calidad de vida, en todos los aspectos, si no es desarrollando una Unión
Europea fuerte, democrática, solidaria, segura y de bienestar para todos sus
ciudadanos y ciudadanas. Los cantos de sirena de la extrema derecha, son sólo
eso, salvo que una parte de la derecha tradicional europea se rinda y le dé
carta de naturaleza política y, lo que es peor, poder en las instituciones.
Pero también, es responsabilidad de todos nosotros hacer que ese neofascismo,
que como el lobo asoma la patita de cordero, se quede en una representación
marginal y, por tanto, prescindible.
Vamos a dejarnos de aventuras y de postureos
pundonorosos, pensado que todos los políticos son iguales y, total, para qué ir
a votar. Porque no son iguales y por ello nos jugamos el futuro. Sí, el futuro
nuestro y de nuestros hijos. Sólo hay un camino: retomar con fuerza las ideas
del artículo 2 del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea, al que
hacía referencia al principio de este escrito.
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