Me
gustaría empezar con una pregunta: ¿Aceptarían ustedes que un asesino en serie
se alojara en su casa porque les viene bien económicamente o porque cada uno es
como es y hay que respetar esa libertad? No hace falta que contesten. Formulo
esta pregunta, porque desde hace algún tiempo vengo pensando cómo es posible
que la democracia sea tan timorata, que está dando cobijo y manutención a
organizaciones que tienen como primer objetivo acabar con ella. Es como meter
al zorro en el gallinero.
Ciertamente,
la democracia occidental y liberal con los años va sufriendo un desgaste que es
urgente invertir, y esto sólo se puede hacer cuando partidos políticos e
instituciones están al servicio de la ciudadanía y no convertidos en organismos
autónomos de los problemas de la sociedad, retroalimentándose así mismo, como
viene sucediendo en los últimos tiempos. Es decir, la democracia, si no
soluciona los problemas de la gente; si no distribuye la riqueza de tal manera
que asegure el bienestar de los ciudadanos; si no evita que se abra una abismo
entre ricos y no ricos; y si no es capaz de combinar libertad con seguridad y
bienestar, para que todos nos sintamos cómodos y con perspectivas de futuro, es
un fracaso y da pie a que organizaciones populistas y/o fascistas, con
discursos falsos, pero fáciles de entender, vayan abriéndose camino en las
expectativas de la sociedad. Por ahí viene el primer y gran fracaso.
La
otra cuestión es preguntarse por qué las democracias occidentales permiten que
el nuevo fascismo del siglo XXI pueda participar en el sistema político,
teniendo en cuenta, y ya lo estamos viendo en diferentes países, que en cuanto
tienen un mínimo de poder no dudan en ponerle una camisa de fuerza, para, al
final, encerrarla en el manicomio de la historia y acabar con ella. La
democracia y el fascismo/totalitarismo son como el agua y el aceite, imposible
disolverlos. Por ello, las democracias occidentales deberían tomarse en serio
si no ha llegado la hora de empezar a impedir la participación en las
instituciones de los partidos de extrema derecha y de todos a aquellos que
llevan en su ADN acabar con ella.
Esto
les puede sonar muy totalitario, pero me gustaría recordar que Europa ya sufrió
una guerra civil, en la que los contendientes eran la democracia y el fascismo,
por no haber frenado a tiempo los movimientos fascistas que estaban creciendo
en el interior de cada uno de los países que en aquellos años se vanagloriaban
de ser democracias avanzadas.
¿Cómo
es posible que personajes como Trump, Bolsonaro, Abascal, Orban, Milei, Ayuso,
Meloni, Le Pen y otros tantos y tantas, estén en la cresta de la ola de la
política en países democráticos? Ustedes dirán que los han elegido los votantes
y, precisamente, se trata de eso, de que no tengan opción de ser elegidos,
porque suponen un peligro para el sistema democrático y la sociedad. No
olvidemos, que gracias a esta tibieza Hitler llegó al poder en Alemania en
1933, dilapidando cualquier atisbo de democracia en el país germano, y
encarcelando o asesinando a cientos o miles de demócratas alemanes; que
Mussolini implantó el fascismo en Italia en 1922, porque se enfrentó a una
democracia frágil; o que en España, el fascismo dio un golpe de estado porque
el gobierno de la República surgido de las elecciones de febrero de 1936, fue
timorato con las veleidades revolucionarias de algunas organizaciones
sindicales y sordo ante el clamor que llegaba al Palacio Nacional de que se
estaba preparando un golpe de estado liderado por militares fascistas, apoyado
por partidos fascistas o próximos al fascismo y bendecido por una Iglesia en
España que dirigía un cardenal primado fascista donde los haya, Isidro Gomá.
No
yéndonos tan lejos, el creciente fascismo en este primer tercio del siglo XXI, está
sustentado en gran parte por las redes sociales e intereses económicos que han
entrado en un capitalismo especulador y salvaje, solamente sostenible con
gobiernos de mano dura contra las libertades y los derechos de los trabajadores
y consumidores, es decir, contra una gran mayoría de la sociedad. Que Donald
Trump y Jair Bolsonaro hayan intentado, lo sigan haciendo, ocupar el poder en
sus países subvirtiendo el orden democrático, no es una locura de unos locos.
Obedece a un plan que se está viendo (lo último han sido las elecciones en
Rusia, o los intentos de controlar la judicatura por parte del genocida
Benjamín Netanyahu) tiene anchuras globales y nos encamina hacia una sociedad
tan distópica y totalitaria como hemos visto y leído en el cine o la literatura
de ciencia-ficción. Cada vez la distancia entre EEUU, China, Rusia, Israel,
Irán, América Latina, los países árabes y algunos países europeos, es más
corta, políticamente hablando, y no precisamente por su espíritu democrático.
Impedir
que los partidos de extrema derecha, que es la nueva manera de denominar el
fascismo, participen en política en los países occidentales, es un comportamiento
de higiene democrática (el resto del mundo tendrá que decidir qué quiere ser) y
seguridad ciudadana. Europa, América y algunos otros países del resto del
mundo, que ya son democracias consolidadas, deben tomar cartas en el asunto. Y
Europa se juega mucho en las elecciones de junio. No permitamos que la extrema
derecha tenga la más mínima posibilidad de interferir en las instituciones
comunitarias y exijamos su disolución como organizaciones políticas. Se puede
hacer con instrumentos legales y se debe hacer. Otra cosa es que se quiera
hacer.
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