miércoles, 20 de marzo de 2024

¿Se está haciendo la democracia el harakiri?

 


Me gustaría empezar con una pregunta: ¿Aceptarían ustedes que un asesino en serie se alojara en su casa porque les viene bien económicamente o porque cada uno es como es y hay que respetar esa libertad? No hace falta que contesten. Formulo esta pregunta, porque desde hace algún tiempo vengo pensando cómo es posible que la democracia sea tan timorata, que está dando cobijo y manutención a organizaciones que tienen como primer objetivo acabar con ella. Es como meter al zorro en el gallinero.

Ciertamente, la democracia occidental y liberal con los años va sufriendo un desgaste que es urgente invertir, y esto sólo se puede hacer cuando partidos políticos e instituciones están al servicio de la ciudadanía y no convertidos en organismos autónomos de los problemas de la sociedad, retroalimentándose así mismo, como viene sucediendo en los últimos tiempos. Es decir, la democracia, si no soluciona los problemas de la gente; si no distribuye la riqueza de tal manera que asegure el bienestar de los ciudadanos; si no evita que se abra una abismo entre ricos y no ricos; y si no es capaz de combinar libertad con seguridad y bienestar, para que todos nos sintamos cómodos y con perspectivas de futuro, es un fracaso y da pie a que organizaciones populistas y/o fascistas, con discursos falsos, pero fáciles de entender, vayan abriéndose camino en las expectativas de la sociedad. Por ahí viene el primer y gran fracaso.

La otra cuestión es preguntarse por qué las democracias occidentales permiten que el nuevo fascismo del siglo XXI pueda participar en el sistema político, teniendo en cuenta, y ya lo estamos viendo en diferentes países, que en cuanto tienen un mínimo de poder no dudan en ponerle una camisa de fuerza, para, al final, encerrarla en el manicomio de la historia y acabar con ella. La democracia y el fascismo/totalitarismo son como el agua y el aceite, imposible disolverlos. Por ello, las democracias occidentales deberían tomarse en serio si no ha llegado la hora de empezar a impedir la participación en las instituciones de los partidos de extrema derecha y de todos a aquellos que llevan en su ADN acabar con ella.

Esto les puede sonar muy totalitario, pero me gustaría recordar que Europa ya sufrió una guerra civil, en la que los contendientes eran la democracia y el fascismo, por no haber frenado a tiempo los movimientos fascistas que estaban creciendo en el interior de cada uno de los países que en aquellos años se vanagloriaban de ser democracias avanzadas.

¿Cómo es posible que personajes como Trump, Bolsonaro, Abascal, Orban, Milei, Ayuso, Meloni, Le Pen y otros tantos y tantas, estén en la cresta de la ola de la política en países democráticos? Ustedes dirán que los han elegido los votantes y, precisamente, se trata de eso, de que no tengan opción de ser elegidos, porque suponen un peligro para el sistema democrático y la sociedad. No olvidemos, que gracias a esta tibieza Hitler llegó al poder en Alemania en 1933, dilapidando cualquier atisbo de democracia en el país germano, y encarcelando o asesinando a cientos o miles de demócratas alemanes; que Mussolini implantó el fascismo en Italia en 1922, porque se enfrentó a una democracia frágil; o que en España, el fascismo dio un golpe de estado porque el gobierno de la República surgido de las elecciones de febrero de 1936, fue timorato con las veleidades revolucionarias de algunas organizaciones sindicales y sordo ante el clamor que llegaba al Palacio Nacional de que se estaba preparando un golpe de estado liderado por militares fascistas, apoyado por partidos fascistas o próximos al fascismo y bendecido por una Iglesia en España que dirigía un cardenal primado fascista donde los haya, Isidro Gomá.

No yéndonos tan lejos, el creciente fascismo en este primer tercio del siglo XXI, está sustentado en gran parte por las redes sociales e intereses económicos que han entrado en un capitalismo especulador y salvaje, solamente sostenible con gobiernos de mano dura contra las libertades y los derechos de los trabajadores y consumidores, es decir, contra una gran mayoría de la sociedad. Que Donald Trump y Jair Bolsonaro hayan intentado, lo sigan haciendo, ocupar el poder en sus países subvirtiendo el orden democrático, no es una locura de unos locos. Obedece a un plan que se está viendo (lo último han sido las elecciones en Rusia, o los intentos de controlar la judicatura por parte del genocida Benjamín Netanyahu) tiene anchuras globales y nos encamina hacia una sociedad tan distópica y totalitaria como hemos visto y leído en el cine o la literatura de ciencia-ficción. Cada vez la distancia entre EEUU, China, Rusia, Israel, Irán, América Latina, los países árabes y algunos países europeos, es más corta, políticamente hablando, y no precisamente por su espíritu democrático.

Impedir que los partidos de extrema derecha, que es la nueva manera de denominar el fascismo, participen en política en los países occidentales, es un comportamiento de higiene democrática (el resto del mundo tendrá que decidir qué quiere ser) y seguridad ciudadana. Europa, América y algunos otros países del resto del mundo, que ya son democracias consolidadas, deben tomar cartas en el asunto. Y Europa se juega mucho en las elecciones de junio. No permitamos que la extrema derecha tenga la más mínima posibilidad de interferir en las instituciones comunitarias y exijamos su disolución como organizaciones políticas. Se puede hacer con instrumentos legales y se debe hacer. Otra cosa es que se quiera hacer.             

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