Publicado en Levante de Castellón el 8 de febrero de 2018
¿Puede una ciudad permitirse el
lujo de prescindir de uno de sus mejores concejales por una asunto que nada
tiene que ver con su acción política? ¿Vivimos en una sociedad tan desnortada
que cualquier cosa vale para desacreditar al adversario político, cuando este
ha sido el artífice de una buena gestión, reconocida por todos, menos por
quienes tienen en el cerebro una urna
electoral?
Podríamos
plantearnos muchas preguntas sobre cuál es el nivel de desprecio que tenemos
los ciudadanos hacia la actividad política, y quiénes se aprovechan de ello
para esconder su mediocridad y ascender en el escalafón, que les permita
convertirse en dirigentes. Porque cuando esto sucede, entonces, todos nos
convertimos en culpables de que la actividad política esté ocupada por
personajes que van a estar muy lejos de gobernar pensando en la necesidades de
la sociedad. La mediocridad sólo puede alcanzar cotas de mezquindad, y el
mediocre, siempre, va a anteponer sus intereses a los de los ciudadanos. Ha sido así a lo largo de la historia y
parece que va a seguir siendo in secula seculorum.
Deberíamos
empezar a saber distinguir lo que es un comportamiento corrupto, que implica
una voluntad consciente del corruptor y el corrompido, es decir, que saben lo
que están haciendo y lo hacen; algo que está presente en la gran cantidad de
casos de corrupción que han aflorado estos años en España, y lo que son
negligencias administrativas o actos ignorantes, es decir, sin voluntad lesiva,
derivados de la confianza o la mala fe de los corruptos. Porque si no es así,
podríamos caer en la falsa moralidad de que todos roban y por tanto todos son
iguales. Y no hay nada más falso que eso ni menos acertado que caer en la
aceptación de que si creemos que todos roban, los que lo hacen de verdad, parece
que son menos ladrones.
Estos
días la ciudad de Castellón ha vivido una pequeña convulsión al presentar su
dimisión el concejal de hacienda y seguridad del Ayuntamiento, por un asunto
lejano en el tiempo, de su etapa como subdelegado del gobierno, del que todo
los que le conocen/conocemos saben que no se trata de un hecho voluntario ni ha
existido ánimo de delinquir. Todos saben que el hombre que ha dotado a la
ciudad de una mayor seguridad, que ha reducido la deuda municipal heredada del
equipo de gobierno anterior, que ha ejercido de jefe de personal con mesura y
sentido común y que ha sido la persona que ha promovido consensos con unos y
otros, es incapaz, como decía la semana pasada Emilio Regalado en un artículo
acertadísimo, de llevarse un bolígrafo si no lo ha pagado él.
Su
dimisión, para no manchar la política ni su honorabilidad mientras el asunto se
esclarece (en este país esto puede durar años), es una acto de dignificación de
la política a la que no estamos acostumbrados, viendo como vemos a corruptos de
adarga y armadura aferrarse al sillón aunque truene Santa Bárbara. Sin embargo,
los mediocres a los que aludía más arriba, no han tardado en sacar la guadaña
de cuestionar lo que ellos saben que no tiene doblez, aún a sabiendas de que
están cometiendo un acto de estupro verbal y político. Para ellos, la moralidad
se sitúa en el quicio de sus intereses, ladrando más que aportando sentido
común, porque así, piensan, se les oye más.
Han perdido
una oportunidad de oro de apuntarse a la dignificación de la política. De ser
merecedores de nuestro respeto, haciéndonos ver que más allá de sus intereses
partidistas y electorales deberían prevalecer los principios de la ética y buen
sentido en la vida y la política. Y lo más triste, es que algún día podrían
llegar a gobernar la ciudad, y no me refiero a su Partido, que lo haría
legítimamente si gana unas elecciones, sino a quienes han de mostrado con su
poca altura en este asunto, que nunca deberían gobernar.
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