sábado, 26 de octubre de 2013

Sin literatura no hay libertad

                                                                                                Imagen: Autor desconocido

Escrito por González de la Cuesta

A principios de esta semana se ha celebrado el VI Congreso Internacional de la Lengua Española, en Panamá. Una reunión, en la que al margen de las fotos de altos mandatario y los discursos engolados sobre lo grande que es el español en un mundo globalizado, se va a discutir sobre los problemas reales que tiene el castellano en las diferentes partes del globo donde se habla, con una variedad lingüística, dentro de la unión de pertenecer a una misma lengua, marcada por la dispersión geográfica, y ese gran caladero del castellano que es Suramérica. Panamá es el anfitrión, y como muestra del interés que suscita la literatura en el continente americano de habla hispana, es su gobierno el que va a correr con todo el gasto del Congreso e incluso el de los 1.200 profesores a los que ha invitado, para que las discusiones sean un debate vivo, con los pies en la realidad.
                La celebración de este Congreso debería hacernos reflexionar sobre cuál es el estado de la literatura y el nivel lector en nuestro país, que presume de ser la madre de la lengua castellana, pero que poco hace por promocionar su literatura entre nosotros. Resulta paradójico, que cualquier revista digital dedicada a la literatura, que se edite en Suramérica, alcance miles de visitas, cuando no cientos de miles, y que en España su supervivencia sea poca más o menos que una quimera, no por la falta de colaboraciones, sino por la ausencia clamorosa de lectores o visitantes. Este es el quid de la cuestión: el bajo nivel lector que tenemos en España y el desinterés de los poderes públicos, ya sean estatales, autonómicos, provinciales o locales, por fomentar la lectura. Aquí se piensa que vale con sacar pecho por el Instituto Cervantes, al que luego se le tiene sometido a un régimen de adelgazamiento económico; o convocando premios literarios por doquier, controlados en su mayoría por el afán mercantil de las grandes editoriales; o leyendo con gran fasto El Quijote, todos los años, el día del libro, con un aparatoso desfile de personalidades y famosos ansiosos de quedar plasmados en un fotografía para la eternidad. Todo eso está muy bien, y no soy yo quien vaya a criticar lo poco que se hace, ya que todo en esta vida siempre tiene un lado positivo. Pero lo cierto, es que más allá de los fastos, se encuentra el vacío, o mejor dicho el casi vacío, porque aquí entramos en un terreno plagado de pequeñas iniciativas surgidas de la voluntad de grupos amantes de la lectura, escritores y/o profesores que, al igual que caballeros andantes, tratan de inocular el espíritu de las letras entre sus alumnos.
                Es difícil que un país pueda avanzar si no se lee. En los libros se encuentra el conocimiento universal, todo lo que pueda ayudarnos a sentir, a aprender, a emocionarnos y a ser personas más sabias y humanas. Si un país no lee caerá bajo una de las peores dictaduras que existen, no tanto por violentas, sino por destructoras de la dignidad que da el conocimiento; cae en la información manipulada por el poder y la educación al servicio de los grupos dominantes. Un país que no lee pierde su capacidad de autocrítica y de ver las cosas desde diferentes ángulos, haciéndose menos tolerante y más proclive a la imposición de lo que cada uno piensa. Porque en la literatura encontramos uno de los últimos reductos de libertad que existen en la sociedad, donde el escritor se puede expresar sin la coacción florentina del poder, que todo trata de abarcarlo, incluso hasta nuestros pensamientos. Ejemplos de escritores que han conseguido engañar a la censura o burlar el cerco que sobre ellos o su obra han puesto regímenes de pensamiento único, hay muchos a lo largo de la Historia. La novela de Vasili Grossma “Vida y destino” sufrió la persecución de las autoridades soviéticas porque hacía un relato muy crítico de la vida de los soviéticos durante la época de Stalin. La KGB de Nikita Jrushchov destruyó todas las copias existentes en su apartamento moscovita y aventuró que no se publicaría ni en doscientos años. Era la década de los cincuenta en la URSS y el control del poder sobre las conciencias de los ciudadanos no había disminuido con la muerte de Stalin. Sin embargo, una copia de la novela pudo sortear la vigilancia de la KGB y en 1980, sacada de la Unión Soviética por disidentes, pudo publicarse en Suiza. Es el triunfo de la libertad de un escritor sobre el poder. Bertolt Brecht sufrió una vida de persecución por mantener la libertad de su obra. Escritor de pensamiento marxista, tuvo que abandonar Alemania cuando en 1933 los nazis irrumpieron violentamente en la representación de una de sus obras de teatro y quemaron, posteriormente, toda su obra en un acto de barbarie que trataba de situar el pensamiento único sobre la literatura. También tuvo que abandonar los EE.UU. cuando el Comité de Actividades Antiamericanas, presidio por el senador republicano MacCarthy, comenzó a perseguirle. Son muchos los escritores que han sufrido persecución o muerte por la intolerancia: García Lorca, Shalman Rhusdie, Ana Politóvskaya, Roberto Saviano, y muchos los que sin haberla sufrido han aguantado los embates del poder tratando de ningunear su obra o de impedir su difusión.
                Quizá sea por eso que en España, país de tradición censora desde la Inquisición hasta la dictadura franquista, que todavía no nos hemos podido desempolvar, la lectura, en la actualidad, sea un bien inútil o un mal menor, dependiendo desde la ventana de donde se mire. Y por ello, a nadie le preocupan los bajos niveles lectores que tenemos, que están haciendo de la supervivencia del libro una quimera y de los escritores un acto de fe en su obra y sus ganas de seguir escribiendo, a pesar de que en lugares como en Castellón estemos asistiendo a un momento de esplendor literario, con escritores de todos los géneros, sin que en los ámbitos culturales se les esté haciendo el menor caso.

                Pero no pasa nada, la literatura sobrevivirá a este momento de miopía cultural y ceguera literaria. Mientras tanto fijémonos en Panamá, ese pequeño país centroamericano que, por cierto, muchos conocen por la novela de John Le Carré “El sastre de Panamá”, que no duda en poner los recursos necesarios para la promoción de la lengua española y su literatura.

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