Prólogo de González de la Cuesta para el libro de relatos "Cosecha de Verano", publicado por Unaria Ediciones.
Imagínense
ustedes la siguiente escena: Estamos en Atapuerca, una noche de hace quince mil
años. En el interior de una cueva un grupo familiar extenso, quince o veinte
personas, está reunido alrededor de un fuego, que más que calentarles, es
verano y afuera hace una noche cálida, ilumina sus rostros y les da la
seguridad de verse y sentirse protegidos ante posibles peligros nocturnos.
Escuchan embelesados a una mujer mayor, quizá la matriarca del grupo, que va
desgranando con palabras sencillas una historia que hace volar su imaginación
muy lejos de su cueva. La anciana habla despacio, para que ninguna de sus palabras
se pierda en la oscuridad de la caverna y queden concentradas en ese momento
mágico que está absorbiendo la atención de todos los que la escuchan, porque
sencillamente lo que está haciendo en relatarles un cuento, que quizá no sea la
primera vez que lo oyen, pero que siempre surte el mismo efecto revelador,
provocando un torrente de emociones.
Como verán es el cuento la más
antigua manera de narrar historias que ficcionan la realidad, convirtiéndola en
algo mágico, a veces imposible, inalcanzable más allá de la imaginación del
cuentista y del que escucha. Y digo bien del que escucha, porque durante muchos
miles de años, la única forma de disfrutar con una historia era escucharla. Bardos,
juglares, trovadores, cuentacuentos, abuelas… incluso todavía hoy en lugares
donde existen personas que aún no sabe leer ni escribir, existen contadores de
cuentos que van por las plazas, llevando magia e ilusión a las gentes, como los
halakis de Marrakech, que siguen
siendo fieles a una tradición antigua, desgraciadamente hoy en peligro de
extinción.
Los cuentos, que según la RAE
son una “relación, de palabra o por escrito, de un suceso
falso o de pura invención” siguen ocupando hoy, en
la era tecnológica del siglo XXI, una posición privilegiada en el acervo
cultural de la sociedad, aunque bien es cierto que la escritura ha sustituido a
la palabra contada, pero no por ello dejan de ser igual de asombrosos que
siglos atrás. Aunque si es cierto que el acto individualizador que significa la
lectura de un texto, haya aparcado la magia de compartir las historias en grupo,
y cruzar nuestras emociones con las de los que nos rodean. Pero no por ello,
cada vez que leemos un cuento, nos estamos alejando de nuestros ancestros. Muy
al contrario, participamos de esa tradición antigua de disfrutar de la
revelación extraordinaria de unos sucesos que siendo, tal como define la RAE, “una narración breve de ficción” acaban
colmando nuestra necesidad de volar con la imaginación a otros lugares y a unos
acontecimientos que nosotros no vivimos.
Con esta
tradición tan antigua ha conectado, excelentemente, Unaria Ediciones,
publicando ya su segundo libro de cuentos con el título de Cosecha de Verano, bajo el cual, al igual que en Cosecha de Invierno, podemos leer y
disfrutar de una amplia selección de cuentos de autores de todo el país, que si
bien muchos de ellos y ellas pertenecen a otros ámbitos literarios, como la
poesía o la novela, no desmerecen con estos trabajos la calidad de sus obras.
Esta segunda “cosecha” del año, son cuarenta y un cuentos marcados casi todos
por la soledad, el amor y el desamor, la desesperanza que genera la crisis
profunda que está viviendo nuestra sociedad, la denuncia de la injusticia, que
si bien es un mal universal e inmemorial, no por ello deja de sacudir las
conciencias de las personas justas. Pero también hay luz en los relatos,
fogonazos de esperanza, que nos animan a seguir, a no caer en el desencanto por
la vida. Estamos ante literatura muy anclada a la realidad que nos rodea, que
por estar bien ficcionada no elude su compromiso con los valores eternos de la
humanidad, ni con los sentimientos y las emociones que todos llevamos pegados
en nuestro ADN. Literatura bien escrita, cuidada, arrancada de la sabiduría
interior que todo escritor lleva dentro, para hacernos llorar, reír, maldecir,
soñar y vivir. Qué más se le puedo pedir a esta nueva cosecha, escrita para que
en las tardes calurosas del estío, o en las noches en las que buscamos el fresco
de la Luna, podamos perdernos entre sus palabras, al igual que hace quince mil
años, en una cueva de Atapuerca, ancestros muy lejanos nuestros apenas
respiraban, para que el sonido del aire saliendo de sus pulmones no desviara la
magia del cuento que la gran madre les estaba relatando.
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