Escrito por José Manuel González de la Cuesta
Mis
dos lecturas de la infancia fueron Ivanhoe, esa magnífica novela de Walter
Scott ambientada en la Inglaterra medieval, con intrigas palaciegas y aventuras
a raudales de su joven y apuesto protagonista, que llenaron mi imaginación, de
apenas un niño de diez años, de fantasías maravillosas y momentos inolvidables.
La otra, más o menos en la misma época, fue Las Aventuras de Tom Sawyer de Mark
Twain, que hizo que me identificara de tal manera con aquel muchacho, que a
pesar de su vida pobre en un miserable pueblecito a orillas del río Misisipi,
vivía en un mundo de aventuras infantiles, que se acabaron convirtiendo en tan
suyas como mías. Esa era la magia de los libros, que nos transportaban a un
mundo imaginativo, donde todo tenía un orden diferente, y lo mismo podíamos ser
Jim Hawkins enfrentándose a malvados piratas en La Isla del Tesoro, que Oliver
Twist luchando por sobrevivir entre lo más sórdido e hipócrita de la sociedad
londinense. Después vinieron muchas otras lecturas que fueron dando forma al
intelecto y la cultura, siempre mediante historias fascinantes que nos hablaban
de otros mundos, de que hay muchas maneras de ver e interpretar la vida.
Lecturas en la soledad de la habitación que se desvanecía conforme las palabras
escritas empezaban ocupar todo el espacio de tu cerebro, para viajar más allá
de los límites físicos y temporales del cuarto en el que uno se encontraba.
He tenido la suerte de vivir en
una época en la que los libros eran fuente de sabiduría, el alimento
intelectual y espiritual que nos formaba como personas. Era una época en la que
todavía no había irrumpido, como un elefante en cacharrería, la desafortunada
frase: “Una imagen vale más que mil palabras”, que sólo tiene como fondo el
interés de constreñir nuestra capacidad de pensamiento a lo evidente, negando
toda posibilidad de interpretación propia de lo que sucede. Es cierto que las
imágenes cumplen un papel fundamental en una sociedad que reclama información
rápida y fácil de digerir, pero no es menos cierto que esta cultura de la
imagen ha reducido nuestro interés por leer, que es lo mismo que nuestra
capacidad de pensar, de discernir entre lo bueno y lo malo que nos cuentan los
libros. Porque cuando leemos tenemos que hacer un esfuerzo de compresión, que
exige activar nuestro pensamiento, y hoy es evidente que vivimos en una
sociedad bombardeada por miles de imágenes, que están acabando por reducir todo
a una asimilación visual de la realidad, rápida y sin memoria (la percepción de
una imagen dura lo que tarda la siguiente en aparecer). Hoy sería inimaginable
un periódico como El Caso, aquel semanario que nos contaba la crónica negra de
España entre los años 50 y 80 del siglo pasado, mediante artículos que nos
hacía imaginar el escenario del crimen, metiéndonos tanto en él y en lo que
había sucedido, que parecía que estábamos allí mismo, como espectadores de lujo
del delito; crónicas que siempre dejaban abierta la puerta de la duda, del
misterio, para que los lectores pudieran hacer su propia reflexión sobre lo que
leían. Ahora nos conformamos con ver
tres imágenes o un video, generalmente de mala calidad, con el muerto despanzurrado,
sin tiempo para la reflexión, ni el pensamiento propio.
Esta aceleración en el consumo
de noticias y la cultura, nos ha conducido a que cada vez se lea menos,
que la lectura sea un esfuerzo que no
estamos dispuestos a soportar. Por eso hoy, que se edita mucho, se lee poco, y
se edita ligero, para no cansar demasiado al lector. No es una casualidad que
estén tan de moda los microrrelatos; para que tener que leer diez páginas si en
diez líneas nos han dicho lo mismo. Lo que sucede es que por el camino nos
hemos dejado el deleite de la literatura; la belleza de lo contado con esmero y
detalle; el placer de imaginar, que no es otra cosa que poner nuestras propias
imágenes a lo que estamos leyendo; la fascinación de vivir lo que sienten los
personajes, a través de nuestras propias sensaciones; la plenitud de saber que
después de la primera página vendrá otra y otra y otra, hasta que nosotros
seamos parte de lo que estamos leyendo. Porque la literatura que es empatía, también
puede ser rechazo, pero siempre una activación de nuestros sentimientos.
No significa que hoy no se
escriban buenos libros. Los hay maravillosos, novelas que nos transportan en el
espacio y en el tiempo, poesías que nos alimentan el alma, ensayos que nos
arrojan luz. Me imagino que lo mismo que yo sentía cuando leí la trilogía de “El
Señor de los Anillos”, lo habrán sentido millones de niños y adolescentes con
Harry Potter. Por suerte, todavía se sigue leyendo, todavía seguimos
fascinándonos con historias escritas que nos regalan tardes y noches de
satisfacción. Ese mundo nuevo y revelado que muchas mujeres han descubierto en
la trilogía de “Las cincuenta sombras de Grey” de E.L. James, se asemejará a lo
que experimentaron muchas otras cuando leyeron “La pasión turca” de Antonio
Gala. El problema es que hoy es mucho más difícil conseguirlo, porque la
competencia que enfrenta a la literatura con otros medio de ocio cultural,
sobre todo el audiovisual, es muy grande, en un contexto en el que el número de
lectores se va reduciendo.
La lectura hay que fomentarla,
protegerla, facilitarla, mimarla.
Aprovechar cualquier resquicio que la acelerada sociedad actual nos dé para su
promoción. Porque en los libros está todo: el conocimiento, la cultura, los
sentimientos, el placer y el pensamiento. La literatura se está convirtiendo en
uno de los últimos reductos de libertad que existen, al ser nuestra imaginación
algo imposible de controlar por el poder. Además leer, en contra de una falsa
creencia muy extendida, no es caro, es una inversión en nosotros mismos, y en
los tiempos que corren, tenemos que empezar a pensar que un libro no es un
formato, es una obra escrita para nosotros, lo que convierte el debate sobre
formatos entre papel o digital en baladí y estúpido. Cada uno que elija el que
quiera, lo importante es que escojamos uno u otro, o los dos, y nos pongamos a
leer. Porque un libro, una vez leído, deja de tener forma y pasa ser sustancia
de lo que somos.
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