Foto: Carlos Ramírez de Arellano
Relato de José Manuel González de la Cuesta publicado en el libro "Cosecha de Invierno", editado por Urania Ediciones en Noviembre 2012.
Jonás
estaba sentado frente al ventanal por el que entraba la luz grisácea de una
fría mañana invernal, que estrellaba contra el cristal las gotas de una fina
lluvia que le provocaba una sensación de desapacible tristeza. Miraba a lo
lejos las luces fragmentadas por miles
de gotitas que en ese momento caían sobre la Gran Vía, como si la ventana fuera
un gran caleidoscopio que distorsionara la realidad de la calle que, a esas
horas de domingo, empezaba a desperezarse con un ligero tránsito de vehículos
que circulaban suspendidos sobre el reflejo del rojo y blanco de sus faros
sobre el asfalto. Algún transeúnte subía deprisa y encorvado, para refugiarse
en sí mismo del frío y el agua, desde la calle Alcalá, perdiéndose en la
neblina de la lluvia en dirección a Callao. Solo el edificio de la Telefónica,
ese imponente rascacielos que se construyó a finales de los años 20, dándole a
la Gran Vía un certificado de modernidad neoyorkina, se mantenía firme ante la
crudeza de ese domingo de invierno que azotaba la calle y la ciudad. Todo lo
demás que veía le transmitía una sensación de irrealidad fantasmal, de
desolación que trepaba por la fachada del edificio, en el que se encontraba,
hasta el último piso que ocupaba resguardado tras el ventanal de la habitación,
en la que dormía Lola con un sueño tal apacible que le provocaba envidia.
Se
sentía solo en el silencio de muebles art decó que decoraban el apartamento que
había alquilado meses atrás, cuando llegó a Madrid para impartir un máster
sobre arquitectura, impresionado porque todavía existieran edificios que
conservaran ese aire señorial de las decoraciones interiores de la arquitectura
modernista de los años veinte.
Veía
el vestido de Lola por el suelo, la ropa interior tirada por sillas y cómoda,
su camisa colgada al albedrío de cómo cayó sobre el sillón, los abrigos y
pantalones delatores de la urgencia vivida por el deseo de explorar el cuerpo
del otro, de poseerlo como un conquista efímera, pero plena de poder en esos
instantes de abrazos convulsivos y besos atropellados, que habían vivido tan
solo unas horas antes en el calor de la habitación, por el apremio que marcaba
el sexo inesperado, que como un trofeo habían encontrado aquella noche, cuando
Lola se acercó a él en un bar con los ojos pícaros de quien se atreve a romper
el hielo de un encuentro furtivo, que si sale bien acabará ahogado en alcohol y
enrollado entre las texturas suaves de unas sábanas que esconderán el deseo de
dos cuerpos entregados y compartidos.
Jonás
miraba a Lola como quien se asoma a un misterio por descubrir. ¿Quién era esa
mujer que se encontraba plácidamente durmiendo en su cama, bañada por los tonos
grises del invierno que se colaban por el ventanal y marcaban las facciones de
su rostro con una belleza serenísima? Nada sabía de ella, salvo que aquel
cuerpo y aquellos ojos que le habían rescatado de la indiferencia de los bares
de copas, le encandilaron nada más verlos. Sobre todo, qué tontería, cuando
salieron a la calle y el cuerpo frágil de Lola se acurrucó contra el suyo
buscando el abrazo protector del frío y la lluvia, que en ese momento hacían de
Madrid una ciudad inclemente, como quien se refugia de los malos espíritus de
tantas noches a la intemperie del calor de otro cuerpo, tratando de resguardar
el sortilegio mágico del encuentro que, por fin, se ha producido entre el humo
y la música de un bar reconocido hasta la saturación.
Bajaron
por la calle Fuencarral abrazados, con los cuerpos empapados, que en ese
momento eran uno sólo, ajenos al frío y a la gente que huía, quién sabe si de
sí mismo o de la soledad del invierno, hasta llegar a la Gran Vía, majestuosa
hendidura urbana, que hizo de Madrid una ciudad cosmopolita y abierta al mundo.
Entraron en Chicote y el mes de enero se estrelló, nocturno, contra la puerta
giratoria, mientras ellos se susurraban palabras de deseo disimuladas en la
auscultación de sus vidas entre la suavidad de un Gin Fizz Ramos, como toque exótico de la
noche.
Viéndola
dormida entre las sábanas de raso sintió un escalofrío que le subió por la
columna vertebral, como si todo el frío de la noche exorcizado por la presencia
de Lola, se estuviera cobrando venganza por haberle ninguneado. Un pensamiento
helado, que le hizo volverse como si buscara en el ambiente húmedo y frío que
se agolpaba tras la ventana la causa de esa corriente que se detenía en el
centro de su cerebro, se fue convirtiendo en pánico, un pánico atroz a que Lola
se despertase y todo hubiera sido un sueño: El sueño de una noche de invierno.
Que se levantara tratando de reconocer las paredes extrañas, los muebles
ajenos, al hombre que la miraba fijamente sentado delante de ella, como una
aparición surgida del invierno exterior, y una vez resituada en el lugar,
recogiera sus cosas con cualquier excusa, y tras darle un beso ausente de
calor, siberiano y distante, se marchara de su vida para siempre, dejándole
allí, en la soledad de su apartamento art decó, como un ser perdido en su
propia abulia de tardes aburridas de invierno, solitario en una ciudad que no
sentía como suya, a pesar de ofrecérsele como una meretriz deseosa de engullir
entre sus piernas a los recién llegados.
El
frío es inhóspito, sobre todo cuando uno vive instalado en la soledad no
deseada, y Jonás después de haber bebido tragos de soledad y hielo, sentía que
la primavera podía haber llegado a su vida esa noche de pasiones encontradas.
Tenía miedo a que todo fuera un espejismo, por eso miraba a Lola deseando que
el tiempo se detuviera, que una burbuja les protegiera del invierno que se
ensañaba en la calle.
Lola
se movió y Jonás contuvo la respiración. Abrió los ojos recorriendo con la
mirada la habitación desordenada por el ímpetu sexual de esa noche, hasta que
se cruzaron con los de él y sus labios dibujaron una sonrisa de ternura y
satisfacción, inundado de calor el corazón de Jonás, a pesar de que en la Gran
Vía seguía lloviendo y el frío atenazaba a los viandantes.
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