lunes, 28 de junio de 2010

El hombre invisible

Relato de José Manuel González de la Cuesta

Nunca sabía cuál era su lugar en el mundo. A veces pensaba que las cosas, las personas que le rodeaban, habían tejido una conspiración para desplazarle hacía un lugar que le mantenía fuera de juego de lo que sucedía. Por eso cuando entraba en cualquier sitio, lo primera que hacía era mirar cuál era el lugar más invisible, para ubicarse allí a continuación. Su vida era un juego de luces y sombras: la zona iluminada era la vida de los otros, que él veía como en una pantalla de cine; y la zona oscura era el lugar donde se desenvolvía sus relaciones con los demás.
En cierta ocasión conoció una chica que le gustaba realmente. Era una mujer encantadora, que le hacía reír, y lo más importante: había sido capaz de hacerle sentir que alguien lo veía. Pero un día, su capacidad de hacerse visible se agotó de golpe, y no volvió a ver a la chica, a la que expulsó de su vida, volviendo a las tinieblas.
Era un caso patológico, su rechazo a los otros, ha encontrar una ubicación entre los demás, con el tiempo fue yendo en aumento, hasta el aislamiento total. Pero algo había en ello que le sumía en la frustración más absoluta, haciéndole un ser huraño, esquivo y de mirada torva. Pero aquella tarde estaba eufórico mientras se dirigía al estadio, se encontraba como pez en el agua en su invisibilidad. Al llegar a la grada ocupó su asiento, tan encogido a los ojos de los demás, que pasó absolutamente desapercibido. La gente jaleaba las jugadas de su equipo, silbaba, hacía la ola y desahogaba toda la frustración que cada uno llevamos dentro. Él miraba la grada que estaba enfrente, al otro lado del campo de juego, cuando se le ocurrió que era el momento de hacer una llamada de teléfono. Marcó los números sin prisa, mientras un rugido surgía del estadio. Entonces un ruido ensordecedor se alzó por encima de todas las gargantas y la onda expansiva de una fuerte explosión hizo saltar por los aires una parte de la grada que estaba mirando. Durante un segundo un silencio de muerte se hizo en el recinto, seguido de gritos, llantos y carreras enloquecidas. Él se quedó sentado en su sitio, esperando, mientras alrededor suyo todo quedaba desierto. Se hizo un vacío angustioso, por primara vez en su vida su invisibilidad le resultó dolorosa. Ni siquiera prestó atención a lo que estaba sucediendo enfrente.
Una pareja de policías se acercó a él, y su rostro se iluminó cuando les entregó el teléfono móvil con el que había detonado la bomba. Al salir del estadio la noticia había corrido como la pólvora y una nube de cámaras de TV y fotógrafos se abalanzó sobre él. Por primera vez en su vida se sentía importante, visible a los ojos del mundo, y una sonrisa dibujó en su rostro la mueca de la satisfacción. A partir de ese momento nada sería igual, y eso la hacía sumamente feliz.

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