Publicado en Levante de Castellón el 22 de marzo de 2019
Es habitual escuchar
a muchos políticos, medios de comunicación, tertulianos, columnistas y expertos
enciclopédicos, decir que España es una democracia avanzada, sobre todo, cuando
alguien tiene la osadía de poner en cuestión ese órdago democrático, que nunca
se sabe si es un farol o no, pero que sí
tiene como fin ocultar las deficiencias democráticas que tenemos en el país.
Porque haberlas haylas, por muchas banderas que se enarbolen en nombre de la
democracia.
Una de las extravagancias
democráticas que tenemos en España, es el Valle de los Caídos y todo lo que
significa y gira alrededor de él. Quizá seamos el único país del mundo que
tiene enterrado a un dictador, uno de los más sanguinarios que ha habido en el siglo
XX, en un mausoleo de Estado con todos los honores propios de un alto
dignatario, que sólo alcanzó la gloria ejerciendo una durísima represión sobre
el pueblo que gobernaba. Una tumba que emula a los grandes faraones, del mismo tamaño que la megalomanía de su
inquilino yacente.
El Valle de
los Caídos no es un simple monumento
religioso, es una tumba construida con sangre, sudor y lágrimas por miles de
presos políticos del franquismo; por
miles de personas que eran como usted y como yo, que cometieron el
delito de no ser fascistas y decirlo. Se levantó para la mayor gloria del
dictador, y como símbolo del fascismo español. Hoy todavía lo sigue siendo. No
hay más que mirar la cúpula de la basílica: toda una apología del fascismo,
todavía expuesta al público como si la dictadura no hubiera pasado, con las
banderas falangista y requeté recibiendo la bendición del Pantocrátor que
domina la cúpula desde el centro, dando la bienvenida a la Nueva España.
Pero no sólo
por la alegoría de la cúpula, en reconocimiento de los vencedores de la Guerra
Civil. Es que en su interior están enterrados, con grandes honores, dos
fascistas antagónicos, eso sí, que lucharon cada uno desde su bando, por
liquidar la democracia española, que era la República y que nada hace sospechar
que no lo volverían a hacer. Además del impresentable comportamiento del prior
del Valle de los Caídos, benedictino que se quedó en el siglo XVI, soñando con
llegar a ser algún día Inquisidor General del Reyno.
El Valle de los Caídos es un insulto hacia los
demócratas, hayan sufrido la represión del franquismo o no, y un país que se
autodenomina democrático no debería tener un monumento así, y mucho menos
enterrado a un dictador en él. Es una humillación para los demócratas y también
para la memoria histórica de este país; para todos aquellos, que aún hoy
todavía, siguen esperando en alguna cuneta o fosa común una reparación del
Estado. En una democracia, no se sostiene que haya miles de personas desaparecidas
por sus ideas, y que quien ordenó su desaparición descansé en una tumba con
todos los honores de jefe de Estado. Eso es impensable en cualquier país del
mundo, excepto en España.
Por eso, sorprende que cuando el
gobierno decide sacar al dictador de El Valle de los Caídos, todo el mundo lo
critique. Como si la salud de una democracia no se midiera, también, por la
congruencia de sus actos. Que el Partido Popular lo haga, no nos ha de extrañar;
llevan cuarenta años defendiendo el olvido de la dictadura, que es una manera de
naturalizarla en el subconsciente de la sociedad española. Que la nueva “derecha regeneradora” del país
considere que no es importante, ya da que pensar sobre la calidad democrática
de las derechas españolas, pero Ciudadanos ha decidido envolverse en la bandera
para tapar sus carencias, y todo lo que
signifique bandera roja y gualda le parece bien. Pero que la izquierda
redentora, esa que ha nacido para salvar nos a los españoles de sí mismos, lo
critique también, es el sumun de la estupidez política, cuando deberían estar
en la calle alborozados por la medida.
Franco, el
dictador, debe salir cuanto antes de El Valle de los Caídos por higiene
democrática y explicar en las escuelas por qué se le saca. Esa debe ser la
primera medida, para acabar con un monumento, que es una ignominia para la sociedad
española del siglo XXI. Y hasta que se sepa qué hacer con él, sacar a todos los
allí enterrados, entregárselos a sus familiares, para después cerrarlo y
acabar, de una vez por todas, con la simbología que representa un monumento que jamás debería haber existido.
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