Escrito por José Manuel González de la Cuesta
Hace aproximadamente 10.000 años
un grupo de cazadores que se habían asentado al borde de lo que hoy conocemos
como Barranco de la Valltorta, se internaban por un estrecha angostura entre
dos altas rocas, que daba acceso a las profundidades del barranco donde
habitualmente cazaban, para alcanzar un abrigo que colgaba del farallón
vertical que cerraba, por uno de los laterales, el barranco. Su asombro fue
casi reverencial al encontrarse dibujadas en la pared las escenas de caza que
ellos protagonizaban habitualmente. Estaban maravillados al ver que la vida
cotidiana que les obligaba a cazar para subsistir se pudiera plasmar sobre una
roca de forma tan bella. Ellos no sabían,
por supuesto, aunque algo sí podían intuir, que se encontraban ante una
manifestación artística; una forma de arte, que hoy podemos considerar primitivo,
pero que era, sin lugar a dudas para aquellos hombres a caballo entre el
paleolítico y el neolítico, una obra de arte. Y mucho menos que se hallaban
ante uno de los museos más antiguos de la historia, que les hacía tener las
mismas experiencias sensoriales, que las que hoy en día pueda tener cualquier
urbanita del siglo XXI.
Desde
ese abrigo al aire libre lleno de pinturas de escenas de caza en el Barranco de
la Valltorta, hasta nuestros días, han pasado miles de años y la cultura se ha
ido refinando y subvertido nuestras conciencias; ha sido uno de los motores sin
el cual la humanidad se habría quedado anclada en la Edad de Piedra. Y en esa
evolución que nos ha hecho pasar de sofisticados depredadores prehistóricos a
sofisticados consumidores de la era cibernética, han tenido mucho que ver los
museos. Esos lugares que durante siglos han ido atesorando nuestro patrimonio
cultural y científico, si bien hasta el
siglo XVII eran sólo accesibles a las elites sociales y religiosas, hasta que
la Universidad de Oxford decide exponer al público la colección que le había
donado el anticuario Elías Ashmole, inaugurando el primer museo del mundo, en
la idea que hoy tenemos de lo que es un museo. En los dos siglos siguientes los
grandes museos que hoy conocemos en Europa: Louvre, Británico, Prado, etc.
abrieron sus puertas mostrando colecciones, que en gran parte pertenecían a las
monarquías de cada país.
El
mueso, como contenedor de arte o conocimiento, es imprescindible para la
divulgación de la ciencia o la cultura. Esa democratización pedagógica que
después de la Segunda Guerra Mundial han experimentado los muesos, ha
contribuido a convertirlos en actores fundamentales para la transmisión de
valores, situándolos en el epicentro de la vida cultural de un país, una región
o una localidad. Sin embargo, en los últimos años están sonando demasiadas
alarmas, que deberían hacernos reflexionar, aprovechando el Día Internacional
de los Museos. El mercantilismo pujante y depredador de la sociedad actual está
convirtiendo a los museos en objetos de consumo en sí mismo; no es raro ver que
la mercadotecnia y la tienda del museo tienen un valor tan importante como la
obra que se expone. Esto representa un problema grave que puede acabar con la
propia supervivencia de muchos museos, que al no estar a la altura económica
que los poderes públicos y privados consideran, puedan ver en peligro su continuidad,
lo que estaría provocando un excesivo protagonismo de exposiciones itinerantes
que, gracias a enormes operaciones propagandísticas en los medios, atraen
público, con el único fin de la rentabilidad económica. Desde este criterio que
asocia museo con consumo cultural y negocio, se está dejando de lado el valor
artístico de muchas obras y la apuesta por la función de pedagogía que todo
museo debe tener, como instrumento de transmisión de conocimiento. Pero es que
también pueden estar en peligro numerosos museos locales o regionales que no
entran en ese circuito de negocio museístico, capaz de proporcionar pingües
beneficios al capitalismo imperante. No es una suposición este peligro. Ya
estamos viendo como los presupuestos dedicados a museos se reducen año a año,
por la miopía de los dirigentes políticos, rendidos a la lógica del beneficio
económico que el capitalismo y sus tiburones están imponiendo en el mundo.
Es
nuestra obligación denunciar esta situación que puede acabar con el patrimonio
cultural y científico condenado a la soledad fría de un sótano, una vez que ya
no sea soportable para el capitalismo mantenerlos en esos contenedores, que
denominamos museos, que no visitan nadie. Ese es el drama que deberíamos
reflexionar en este Día Internacional de los Museos, para que la falta de
interés que los poderes públicos muestran hacia la promoción de los museos, se
torne en políticas de dinamización cultural y artísticas, que transciendan al
beneficio económico. El museo debe ser uno de los ejes en torno al cual gira la
cultura de una localidad, fomentando sus colecciones y animando a la
participación de la sociedad, para
hacerla ver que el museo es también parte de su acervo vital. No podemos dejar
que los museos se conviertan en objetos de depredación capitalista, que sólo
tiene como binomio de su interés rentabilizar o liquidar.
En
Castellón tenemos magníficos museos que debemos cuidar y exigir a los poderes
públicos su puesta en valor cultural. El Museo de Bellas Artes, con una obra
expuesta que todavía no está a la altura de su brillante edificio; el EACC, que debería volver a recuperar el
prestigio de los primeros años, antes de que el puritanismo de cierta derecha
regional lo pusiera en cuarentena; el
Museo de Ciencias Naturales de Onda, un museo que es un museo en sí mismo, por
ser una muestra del concepto decimonónico de museo de ciencias; el Museo de Arte Rupestre Levantino de Tirig,
que se beneficia de estar enclavado junto a una de las mayores concentraciones
de arte rupestre de la Comunidad Valenciana;
el Museo de Arte Contemporáneo de Vilafamés, que es uno de los mejores
museos de arte contemporáneo de España y quizá de Europa, un lujo que debemos
conservar y dinamizar; y otros muchos que representan el patrimonio cultural de
la provincia, y que bien puestos en valor son un reclamo de visitantes nativos
y foráneos.
El
arte, la cultura, la ciencia, son elementos sustanciales para nuestra formación
como ciudadanos libres y de pensamiento crítico, y los museos ponen a nuestra
disposición muchos de los instrumentos necesarios para ello. Pero si dejamos
que se conviertan en contenedores de consumo, los habremos transformado en
transmisores de valores de la ideología dominante, y si esto es así, acabaremos
transfigurados en nuevos androides manipulados a su conveniencia.
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