Relato de José Manuel González de la Cuesta
Ferrán
sujetaba el gaiato con fuerza a las puertas de la muralla que miraba desde el
Cerro de la Magdalena al impresionante llano que hacía deslizar la vista hasta
el mar. El castillo se levantaba
imponente sobre el ajetreo de los que, hasta ese día, habían sido sus
habitantes, que se afanaban en los preparativos de la comitiva que iba a
abandonar, por la gracia del rey Jaime, la protección que sus torres, como
fieles guardianes que avistaban todo lo que pasaba en la llanura, y sus
murallas, protectoras desde tiempos inmemorables, cuando eran habitadas por los
muslimes, antes que las huestes del rey las conquistaran para la cristiandad,
les ofrecían. Atrás estaban a punto de
quedarse sus años infantiles de juegos despreocupados; la mocedad en la que
empezó a trabajar de sol a sol, junto a su padre, arrancándole a la tierra dura
de los barrancos, que se empinaban hacia la cima de la montaña, el sustento de
cada día; sus esponsales con Isabel, la hija de Nuño el cordelero, y los
posteriores nacimientos de sus hijos Isabel, Ferrán y Nuño. Todo un tropel de
recuerdos le vinieron del golpe, acentuando su melancolía y la incertidumbre de
lo que les depararía el futuro. Pero lo cierto es que en la plana que se abría
ante sus ojos la tierra era mucho más fértil y ofrecía mayor prosperidad; así
lo habían hecho saber quiénes aprovechando el despoblamiento que habían sufrido
esas tierras unos años atrás, al haber sido abandonadas por los musulmanes que
las habitaban después de las revueltas que protagonizaron contra el rey, se
aventuraron a ocupar las alquerías que habían quedado sin dueño. Ahora que
Jaime de Aragón había concedido a su lugarteniente Ximén Pérez de Arenós la
Carta Puebla, por la que autorizaba a ocupar cualquier lugar del término real,
el momento de abandonar el castillo había llegado, para dirigirse hacia la
alquería de Benárabe, lugar elegido para el nuevo asentamiento.
Eso si el tiempo lo permitía,
pues una inoportuna e incesante lluvia estaba retrasando la partida más de lo
aconsejable, que siendo un día tan oscuro acabaría por echárseles la noche
encima antes de llegar a su destino. Era mediodía y todavía se estaban cargando
carromatos y acémilas que transportaran los pocos, pero necesarios enseres, que
don Ximén había autorizado llevar. Si la noche les sorprendía con esa lluvia y
apenas sin escolta iban a tener serios problemas. Por eso Ferrán, estaba
nervioso y el mal humor iba creciendo en su interior, hasta que avanzada ya
bastante la mañana la comitiva se puso en marcha por el camino que les conducía
a las tierras planas y fértiles de su nuevo destino.
Bajaban torpemente por culpa del
barro que se hizo más intenso cuando alcanzaron la llanura, dejando tras de sí
las rocas de la montaña, medio ocultas entre nubes que no paraban de descargar
agua, lo que les obligaba a tener que empujar los carros haciendo un esfuerzo
enorme que les dejaba exhaustos, sobre todo a los niños, obligándoles a tener
que parar más de lo que sería conveniente. Pero iban felices, la nueva vida que
se abría ante ellos les daba un plus de ánimo y fuerza que las hacía superar
todas las dificultades. Ferrán tiraba con brío de su carromato hecho con
pesadas ruedas de garrofera, que se hundía en el barro más de lo que a él le
hubiera gustado, mientras sus hijos y esposa, salvo la pequeña Isabel, que iba acomodada y protegida de la
lluvia entre enseres, ayudaban en el empeño. Podía haberse pospuesto la bajada
a otro día con mejor tiempo –pensaba-, pero las órdenes del lugarteniente del
rey se habían de cumplir sin dilación, además ya habían aguantado bastante
viendo como las tierras que desde el cerro se ofrecían a la vista, permanecía a
la espera de que alguien las trabajara.
La comitiva lentamente se iba
adentrando en una llanura pantanosa anegada de agua, cuando la noche se les
empezó a echar encima. Había que tomar decisiones, los niños y mayores estaban
agotados, las mujeres no daban abasto para calmarles y en los hombres el
cansancio empezaba a hacer huella. Además el temor a la oscuridad de una noche
tan inclemente y lluviosa, y acabar perdidos entre las aguas pantanosas que les
rodeaban, empezó a incrementar su desánimo, y las dudas sobre si había sido una
buena idea abandonar sus hogares de la protección que les ofrecía el castillo,
fueron prendiendo en muchos de ellos. Pero no se podía parar, don Ximén les
esperaba en la alquería con todo preparado para su llegada, y la noche, si no
seguían avanzando les engulliría entre el frio y la lluvia, quién sabe con
cuánta desgracia. Ferrán opinaba que debían seguir, a pesar de ver a su familia
al borde de la extenuación, y a su pequeña Isabel en un llanto provocado por el
frío y el hambre. Había que seguir y alcanzar la alquería; mientras estuvieran
en movimiento el cuerpo no sucumbiría a la derrota. Repartieron las últimas viandas que les
quedaba: longanizas, trozos de los rollo de pan que los niños llevaban colgados
alrededor del cuello y vino para coger fuerzas, y buscaron cañas que en grandes
manojos crecían a la vera del camino. En
cada gaiato colocaron un farol alimentado con grasa de manteca, una luz que les
iluminaría hasta su destino, formando una sirga luminosa que serpenteaba por el
camino entre la noche y el agua del marjal, que salvaban gracias a las cañas
que usaban para marcar las zonas pantanosas y no caer en ellas.
Cuando Ferrán vio las luces de
la alquería al fondo, y los hombres del administrador real salieron a su
encuentro, los ojos se le humedecieron con el grito de júbilo de toda la
comitiva. Supo en ese instante que aquel iba a ser su hogar y el de las
generaciones futuras de su familia, y prometió ante los suyos que cada año
subirían al Cerro de la Magdalena, ese mismo día, tercer domingo de Cuaresma,
en conmemoración del sufrimiento que habían padecido. Lo que no sabía era que
se encontraba entre los fundadores de la futura ciudad de Castellón.
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