Fotografía de: Abiriltu
De José Manuel González de la Cuesta
A
finales de los años 60s del siglo pasado, el crítico de arte valenciano Vicente
Aguilera Cerni regresa de la Costa Azul donde ha estado trabajando con Roberta González
en un futuro libro sobre su padre, el escultor Julio González. Es un viaje de
vuelta en el que don Vicente, que va con su hija Mercedes, lleva la cabeza
llena de ideas sobre el arte contemporáneo, del que es una experto reconocido
internacionalmente, por los días pasados inmerso en la obra del gran artista
español, que murió en París en 1942, pero todavía no sabe que está a punto de
encontrarse ante el gran proyecto de su vida; de cruzarse con su destino en un
pueblecito cercano a la costa de Castellón, que en aquellos años de
prohibiciones de lenguas vernáculas, se denominaba Villafamés. Lo que tenía que
haber sido una visita fugaz a su tío Paco, acabará convirtiéndose en la ciudad
visible para Aguilera Cerni, en un lugar que impregnará su espíritu al encontrarse
una localidad encaramada en un alcor del que sobresalen las ruinas de un castillo
vigilante de la inmensa belleza de una llanura mediterránea que se pierde, al
fondo, en las siluetas de la sierra que cierra el decorado paisajístico.
Durante ese final de década, los años 68 y 69, en los que la sociedad
española empieza a cambiar sutilmente debajo de la pesada alfombra oficial del
franquismo, se juntan dos voluntades poderosas en Villafamés: la de un pueblo
que todavía rezuma historia entre sus calles, ruinosas por la dejadez atávica
que tenemos los españoles de abandonar lo antiguo, pero cargadas de un
esplendor que tuvo que ver con su conquista a cargo del rey Jaime I en el siglo
XIII; con ser sede de la orden de Montesa, que traerá una larga disputa
jurisdiccional entre la Orden y la Corona, hasta que en 1635 pase a ser una
villa plenamente de realengo; o con su resistencia numantina a los ataques y
asedios carlistas en el siglo XIX, que tras no conseguir doblegar su espíritu
liberal, la dejaron semidestruida. La otra voluntad que se cruza junto a la del
pueblo de Villafamés, muy dignamente encabezado por su alcalde don Vicente
Benet Meseguer, es la de Aguilera Cerni, que ha encontrado el lugar idílico,
sin pretenderlo, para desarrollar un proyecto consagrado al arte contemporáneo,
a su conservación y difusión. Quién sabe si este era el sueño que albergaba en
el subconsciente desde años atrás. Y es aquí, en la confluencia de estas dos voluntades,
donde nace el Museo Popular de Arte Contemporáneo de Villafamés, al conseguir
que la Diputación de Castellón compre el ruinoso palacio de Batlle, y tras
cedérselo al ayuntamiento y acometer unas iníciales obras de restauración,
poder inaugurar en 1972, con apenas 200 obras, la sede de uno de los muesos de
arte contemporáneo más fascinantes que existen en España.
¿Qué le hace extraordinario al
Museo de Vilafamés? Desde una perspectiva social, su carácter popular, a pesar
de que hoy haya perdido la denominación de Museo Popular, para
internacionalizarlo, sigue siendo un museo del pueblo, no de pueblo, en el que
el ayuntamiento y los vecinos tienen un importante papel en su gestión y
dirección, lo que ha conseguido que en estos tiempos de crisis, en que la
cultura ha pasado a tener la consideración de un gasto superfluo para el Estado
y la sociedad, el museo siga vivo y a nadie se le ocurra caer en la tentación
de dejarlo morir o cerrarlo. Algo que tiene mucho que ver con la forma en que
se gestiona la obra expuesta, un acierto de Aguilera Cerni, que impide
estatutariamente comprar obra, evitando así el enorme desembolso que supondría
tener que acudir al mercado para actualizar los fondos. De esta forma son los
artistas los que le donan obra al museo, bien en depósito temporal o
permanente, lo que permite una renovación constante de la obra expuesta,
dándole a la exposición la frescura de la novedad permanente.
Pero lo que hace más interesante
al Museo de Vilafamés es su colección, los cuadros que cuelgan de sus paredes,
o las esculturas que llenan las estancias, como totems artísticos que nos
hablan de cómo ha intentado el arte contemporáneo atrapar el espacio y darle
volumen a lo largo del siglo XX. Aunque no hay grandes obras de referencia, ni
una profusión de artistas encumbrados por la crítica y el público, esto es sólo
una apariencia de la calidad que tiene
el museo. A poco que se va paseando por las maravillosas salas del palacio, uno
va descubriendo obras significativas de importantes artistas que, atrapados por
la idea del museo, generosamente las donaron. Y si no es este el lugar para ir
desgranado nombres, si lo es para afirmar que el arte contemporáneo español,
con especial representación del valenciano, de la segunda mitad del siglo XX,
está presente en el museo, además de una somera visión de las vanguardias
anteriores a los años cincuenta. Desde el informalismo, hasta el arte cinético
u óptico, pasando por el pop art, las abstracciones geométricas, el
expresionismo tan presente a los largo de estos últimos años, ya sea en su
vertiente figurativa, ya sea en su vertiente abstracta. El realismo, que con
tanta fuerza volvió a partir de los años setenta; el compromiso social de
muchos artistas, que nunca han vivido ajenos a la realidad que les rodeaba; el
arte rupturista de los años cincuenta y sesenta que denunciaba el simplismo
moral y estético, teñido de moral religiosa y dictadura, que promocionaba el
régimen de Franco. Todo está en el Museo de Arte Contemporáneo de Vilafamés,
que cuatro décadas después de la visionaria idea de un pueblo y un crítico de
arte, ha conseguido que siga vigente su espíritu inicial de convertir una
localidad rural en centro internacional de arte contemporáneo, sabiendo entender
que las identidades colectivas no solamente están en el pasado, se van
construyendo día a día con el presente. Y en esto el arte tiene mucho que
aportar.
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