sábado, 22 de septiembre de 2012

Los peces no cierran los ojos



De José Manuel González de la Cuesta

Las referencias que podemos encontrar en el mundo de la literatura al tránsito de la pubertad, en busca de un lugar bajo el sol de los adultos, son muchas. Es un  tema recurrente que interesa a los escritores, quizá porque  los recuerdos de esa época maravillosa se van difuminando con el tiempo y rememorarlos es un ejercicio de identidad, de reencuentro con la etapa más intensa y apasionada de nuestra formación como personas. No olvidar la adolescencia es descubrir la raíz más íntima de todo lo que hemos vivido después, y nos posibilita para comprender  los problemas de las nuevas generaciones de adolescentes.
                ¿Quién no se ha sentido trémulo con la exuberancia sensual de la adolescente “Lolita”, la novela de Vladimir Navokov, más tarde llevada al cine? ¿O con “El verano del 42”, novela también llevada al cine, del escritorRaucher Herman, y las calenturas amorosas del adolescente Hermei por su vecina, ya adulta, Dorothy? Son muchas las referencias literarias que tienen como protagonista a un adolescente enamorado de su vecina de arriba, o el hermano mayor de su mejor amiga (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra), quizá porque el descubrimiento del amor en esas edades ocupa el 95% nuestros pensamientos.
                Sin embargo encontrarnos con una novela en la que se narra la experiencia vivida por un niño de diez años, en otro verano memorable para la literatura, no es tan habitual. Retratar el paso de la infancia a la pubertad se antoja harto más difícil debido a que los recuerdos son mucho más difusos y quizá menos determinantes para nuestro futuro. No la ha creído así el escritor italiano Erri De Luca, que en su novela “Los peces no cierran los ojos” nos relata las vivencias de un niño en el inolvidable verano, para él, de 1960, cuando veraneaba junto a su madre en un pueblo costero cercano a  Nápoles. Es el principio de todo, la lucha de su mente, que ya se adivina adolescente, pero que está encerrada en un cuerpo todavía infantil. El descubrimiento del amor, de ese primer amor que te marca toda la vida, en una chica un año mayor, pero que a él le parece mágica y enigmática.
                Erri De Luca, escritor autodidacta, que ha pasado por los más variados empleos, desde albañil hasta conductor humanitario en la guerra de los Balcanes; políglota y alpinista, no tiene miedo de lanzarse a la aventura de contarnos cómo siente un niño el paso de la infancia a la adolescencia (la infancia –dice- se acaba cuando se añade el primer cero a los años), y qué mejor que narrarlo en ese tiempo dorado que era el veraneo (no las vacaciones actuales) en una playa, cuando el tiempo se detenía durante varias semanas en una maravillosa monotonía estival de baños, comidas relajadas y noches de sueños cósmicos. Y vuelve a ser el amor, en este caso preadolescente, el que acaba tomando las riendas de la narración, como centro en torno al que van a girar todos los cambios que nuestro diezañero va a experimentar y vivir.
                Erri De Luca, introduce, con esta novela, su pluma en los más íntimo y lejano de nuestro yo, con una historia que nos hace volver a los diez años, cuando el mundo empieza a ensancharse y no damos cuenta que más allá del techo amoroso y protector de nuestra madre, hay vida. Literatura de altos vuelos, que hace imprescindible su lectura.

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